Nada hay como retornar al hogar, a
“casina”. Ayer a media tarde, plácidamente sentado viendo
correr el paisaje mientras el taxi de Tánger comía
kilómetros acercándose a mi Tetuán del alma, reparaba casi
con asombro en la sequía imperante con el recuerdo puesto,
aun, en el verde casi lujuriante de las praderas del norte
de España. Sentí cierta extrañeza y una punzada en el
estómago pues después de abandonar la bella y bravía
Asturias, patria querida, la sensación que latía en mis
entrañas al entrar en la Blanca Paloma de la Yebala era que,
ahora y quizás ya para siempre, mi hogar estaba firmemente
anclado en esta acogedora tierra magrebí y no en mi Gijón
natal. ¿Saben?. Naturalmente no es que vaya a importarles,
pero si comparto esto con ustedes es por intentar
comunicarles unas sensaciones que, de algún modo, no dejarán
de latir en más de una línea escrita como siempre -ya están
acostumbrados, verdad?- a caballo de aquí y de allá, de
ahora en adelante. Las cambiantes aguas del río de la vida
me han ido arrastrando hacia esta orilla en la que, apenas
sin darme cuenta, he ido construyendo lo que constituyen las
raíces de un hombre: casa, trabajo, amigos, familia….
Referencias existenciales que conforman un equilibrio
emocional al que es difícil -y doloroso- renunciar. No deja
de ser curioso y tener su punto en mi peculiar “aliá” a este
Tetuán al que, en su momento, se conoció como “La segunda
Jerusalén” el hecho de que en parte (no voy a invocar al
azar o el destino, aunque ambos jugaron su papel) fuera mera
decisión personal aun cuando, posiblemente, inducida de
forma sutil y a título individual por esas “driving forces”
a las que tanto se refería Arnold J. Toynbee en su riguroso
“Estudio de la Historia”.
Marruecos está plagado de camposantos donde han ido
enterrando su huesos decenas de miles y miles de europeos:
desde el antiguo cementerio hebreo “de los de Castilla”,
acostado desde 1.492 en una de las laderas del Dersa y con
una soberbia vista hacia el Este de la vega de Río Martín
vestida, al fondo, con un marino cinturón azul, al de
Alhucemas, la tierra de la lavanda, triste y desvencijado,
aireado por la brisa marina y con el salitre entrando en sus
tumbas; el cuidado y ordenado, enorme, cementerio francés
-civil y militar- de Rabat; o, en el centro de Tánger, ese
rincón de paz a la vera de la morisca iglesia anglicana
-ayer volví un rato a perderme en su umbría- donde sueñan la
eternidad hombres y mujeres (entre ellos tripulaciones
enteras de la RAF, derribadas junto a sus aviones en las
cercanías durante la II Guerra Mundial) con sus tumbas
decoradas, en no pocas ocasiones, con motivos de raíz
arabesca entre los que destaca más de un arco de herradura y
unas emotivas palabras que traduzco del inglés: “Amaron
Marruecos”.
Recién cruzado el Ecuador de la vida uno tiende a hacer
inventario intentando, vanamente, discernir el escaso tiempo
del que aun dispone para llevar a puerto proyectos e
ilusiones antes de emprender, peregrinos somos, el
definitivo viaje hacia el enigmático Cosmos del que nadie
nunca ha vuelto. El ayer ya pasó y, el mañana, nos
preguntamos cada noche si amanecerá. Vive pues cada día,
amigo lector, con la misma intensidad como si fuera el
último de tu existencia y sin echar, en demasía, la vista
atrás.
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