Sobre el cielo humano, la
operación aborto está a la orden del día. El viento de los
puñales traspasa vidas, interrumpe latidos que ya son
poesía, para luego lavarse las manos, previo hacer
desaparecer toda huella. No son clínicas, son mataderos de
seres humanos, o si quieren centros de oscuridad mental,
donde tiene lugar el crimen. Así de animales somos. Bestias
sin alma. Cámaras ocultas radiografían estos salvajes actos
y no pasa nada. Abortar casi sale gratis en este país, con
razón es la primera causa de muerte. Detesto la indiferencia
hacia esta guerra abortista, que no tiene brazos para
plantarles cara a los segadores del sol naciente de la vida.
Me causa espanto esta impuesta semántica abortista. Este
lavado de mentalidad es una señal evidente de que el mal se
nos ha metido en los huesos y no hay moral que nos quite el
frío.
Sobre el humano cielo, el hombre no puede fallar y seguir en
el caos. El intento de humanización no puede ni debe tampoco
abortar. Hay que levantarse, tomar aliento, abordar como
preámbulo, vivir y dejar vivir. Imposible callar ante el
drama abortista que nos ofrecen como saeta de esperanza.
Mientras se hacen declaraciones cada vez más alarmantes
sobre el estado del medio ambiente, uno de los efectos
colaterales es el resurgimiento de las presiones para
controlar la población a cualquier precio, incluso con los
extendidos disloques, munición en ristre, de
esterilizaciones forzadas y abortos. Cuando la locura humana
entra en la vida abortista, lo primero que hace es cepillar
la posible existencia. No hay corazón que valga. La sociedad
pierde un ser humano por no abrirle sus brazos y, con ello,
la humanidad también queda viciada. Y nos quedamos tan
panchos.
La operación aborto nos vuelve a las cavernas, a las
covachas frustrantes donde se devora el respeto con la
sinrazón de los monstruos. A todo ser humano, para empezar,
hay que dejarle reflexionar por sí mismo, decidir acerca de
sus actos y jamás abortarle la libertad. Está demostrado
científicamente que el vínculo madre-feto comienza
inmediatamente después de la concepción y que un porcentaje
considerable de mujeres que han abortado viven recuerdos
desagradables de por vida. Los caprichos pueden ser
perdonados, pero es un crimen contra la propia civilización
avivar la cultura abortista.
A mi juicio, que la cultura abortista tome posiciones
privilegiadas, atosigue e intoxique con la guinda de que
abortar es la solución a un problema, va más allá de la
responsabilidad de las personas que lo han llevado a
término, es un enigma social al que hay que darle una salida
también social. Todo lo que fluye es tristeza cuando se
siega una vida que ya es vida, en vez de una espera sosegada
con esperanza de cigüeña, abriéndose además la puerta a la
eliminación de toda vida indefensa: embrión, discapacitado,
anciano… Todo es posible en un mundo de caínes. Cuando
debiera ser todo lo contrario, puesto que –como dicho
Nietzsche-, aquel que tiene un porqué para vivir se puede
enfrentar a todos los “cómos”. Dicho lo anterior, cabría
preguntarse: ¿Habrá mayor motivo de lucha que esperar una
vida?
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