Era una noche tremendamente fría, yo había acudido al barrio
de El Polvorín, arriba de la Montaña de Montjuic cerca del
cementerio del mismo nombre, al objeto de visitar a un
discípulo mío cuya mujer había parido una preciosa niña. A
petición de mi amigo accedí ser el padrino de su hijita.
El Polvorín era un barrio marginal de casas baratas y mal
construidas que habían acogido a buena parte de los
inmigrantes españoles de otras regiones y que vivían hasta
entonces en barracas construidas por los propios inmigrantes
en la falda de la montaña de Montjuic (Barcelona) vora el
lujoso cementerio. Ello representaba una diferencia abismal
de clase: mientras los muertos moraban en el hoyo
configurado por panteones y tumbas de una exquisita y rica
arquitectura, los vivos dormían a ras de suelo y sin bollo
que llevarse a la boca, bajo techos de hojalata y en algunos
casos uralita. Sin agua corriente y con luz de enganches
oscuros.
Siempre que subía al barrio para ver a mi ahijada, solíamos
acudir a un bar existente aún en la carretera de acceso al
propio barrio. En ese bar pasé muchas horas escuchando
historias de los “charnegos”, que es como nos llaman los
catalanes a los que venimos a residir en Catalunya
provinentes de otras regiones de aquella España de la
alpargata y del botijo. Muchas veces hablé con un hombre
sencillo pero a la vez enorme. Un gran hombre que se
preocupaba por todos y cada uno de los residentes del barrio
y de otros barrios plenos de gente llegadas de otras
tierras.
Tenía yo, por aquel entonces, 31 años, corría 1978, y
dirigía una entidad asociativa que luchaba por los derechos
de los minusválidos. En determinadas ocasiones me encontraba
con ese hombre sencillo pero de gran humanidad, trabajador y
escritor por más señas. Escritor de temas tan interesantes
como sensibles. Autor de un estudio sociológico, un ensayo
surgido durante los años del crecimiento económico de
Barcelona y que constituía un auténtico hito en el campo de
la reflexión sobre la configuración social de la ciudad,
transformada a causa del fenómeno de la inmigración
procedente de las zonas económicamente más deprimidas del
Estado español y que configuraron unos nuevos ciudadanos
“los otros”, unos nuevos catalanes pero instalados en los
suburbios de Can Tunis, Verdun y la Trinitat. Aislados de la
población autóctona, no podían integrarse en la sociedad
catalana, un colectivo con una identidad desdibujada que el
Estado franquista perseguía dura y ferozmente.
Francisco Candel, Paco Candel, había nacido en Casas Altas
(Valencia) en 1925 y desde que tuvo razón de ser, se dedicó
plenamente a ayudar a “los otros”. Este es el hombre
sencillo pero grande que conocí en mis frecuentes tertulias
en los bares de El Polvorín, Zona Franca, Can Tunis y sobre
todo en el barrio conocido como La Marina, el de las casas
baratas de la Seat, construido para cobijar a los
trabajadores de la empresa automovilística. Paco Candel
narró con maestría su vivencia en el libro “Donde la ciudad
cambia de nombre”, escrito en 1957. Un formidable canto a la
inmigración y al sacrificio de miles de hombres y mujeres en
busca del sustento diario.
De este hombre sencillo pero grande me llega la noticia de
su ausencia total de éste mundo. Murió Paco Candel, desde
ahora Don Francisco Candel. Hombre que luchó por sus
sentimientos ideológicos que marcaron su carácter.
Aquél hombre con el que mantuve una conversación dura y pura
sobre las causas políticas que movieron a mucho españoles a
abandonar sus lugares en busca de la fuente de la vida,
traducida por trabajo… ya no está. Se fue el autor de “Los
otros catalanes”; cronista en los desaparecidos “Tele/Exprés”,
“El Correo catalán”, “Serra d’Or”, “Destino” y “Canigó”.
Después de la muerte de Franco siguió en “El Periódico” y en
“Avui”.
Adiós férreo luchador en favor de la cohesión social. Tu
mensaje sigue vivo para siempre. Adiós voz de los más
necesitados y de los inmigrantes… la medalla de oro que te
concedió la Generalitat es poca cosa, merecías mucho más.
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