El feliz desenlace, para la
tripulación española al menos, de la reciente crisis en el
Chad empieza a poner sobre el tapete algunos de los oscuros
juegos que se empiezan a librar, con peones interpuestos
bien a su pesar, en las relaciones Norte-Sur o, para ser más
explícitos, desarrollo versus subdesarrollo. La utilización
del medio natural con fines militares (tácticos y
estratégicos) tiene una historia de milenios: desde la corta
de árboles o el emponzoñamiento de pozos de agua, al uso del
clima: a veces de forma pasiva (“El general invierno”,
genialmente empleado por los rusos primero con el “Grand
Armée” napoleónico y luego con el ejército alemán) y, más
recientemente, interactuando sobre el mismo: es clásico el
ejemplo del bombardeo de diques vietnamitas, en la época de
los monzones, por el US Army.
Aun no he podido echarle el guante a la última y reciente
publicación del prestigioso general Salvador Fontela
Ballesta (quien hace años fue Segundo Jefe de la Comandancia
Militar de Ceuta), “Los campos de batalla del futuro”, pero
en los nuevos escenarios que se están presentando a marchas
forzadas deben figurar tres grandes epígrafes: las guerras
civilizacionales, las guerras por los recursos (agua y
energía en primer término) y las guerras climáticas, pues
los cambios en el ecosistema no harán sino acelerarse
(sequía, avance del desierto…) induciendo la puesta en
marcha de grandes movimientos migratorios. Otras veces y de
forma soterrada, pueden cruzarse ambos escenarios (guerra +
clima) como pudiera estar ya sucediendo en Darfur, Sudán.
Efectivamente, en la región de Darfur, con una superficie
similar a la de España en la que sobreviven sobre 6 millones
de habitantes y de donde, en teoría, procedían los infelices
e inocentes niños “rescatados” por la ONG francesa “El Arca
de Zoé”, cuyo desenlace salpicó a la tripulación española,
convergen tres líneas que envuelven la región en una
cruelísima guerra civil desde principios de 2003, que ha
ocasionado ya más de 200.000 muertos y desplazado una
corriente migratoria superior a los 2 millones de personas.
Primero y como ha confirmado el Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la creciente sequía
que ha agravado, por lo demás, un problema ya latente en la
zona norte: la desertificación; después la dictadura
islamista, que llevó al poder tras un sangriento golpe de
estado en 1989 a un presidente radical, Omar el-Béchir, cuyo
régimen no ha dejado de atizar los odios cainitas entre la
población nómada (y pastoril) y la sedentaria (agrícola),
con criterios étnico-lingüistas (imposición del árabe
mayoritario entre los nómadas); finalmente, la riqueza de
oro negro del subsuelo sudanés que, según algunas
prospecciones, podría extenderse a la zona este, la región
de Darfur, limítrofe mayoritariamente con Chad y, en menor
superficie, con Libia y la Republica Centroafricana.
Dos potencias (una clásica, en retirada y otra emergente) se
observan a distancia: Francia y la República Popular China,
el coloso asiático, que mantiene al día de hoy en África más
embajadas que los Estados Unidos. ¿Qué pensará el espectro
del general Gordon, con su guerrera rojo-británico, desde la
capital de Sudán, la legendaria Khartúm?.
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