Mientras la crisis (política,
económica, energética y axiológica) se va acercando como la
Muerte, “tan callando” que diría Manrique, la sociedad
occidental (con España en cabeza) sigue, alegre y confiada,
encaminándose camino del abismo. No es la primera vez -ni
será la última- que esta columna aborda el problema de la
energía pero ciertamente nunca con tanta rotundidad pese a
que, años ha, el firmante la analizaba con ojos críticos,
atisbando unas consecuencias colaterales (concentración de
poder y capital, proliferación nuclear, almacenamiento de
residuos radiactivos sin resolver…) que siguen estando ahí,
al menos en lo referente a la fisión nuclear (la fusión
presenta otro perfil). Pero el mantenimiento del actual
modelo de crecimiento (consumista, desarrollista e inviable
ya a medio plazo) no ofrece otra salida, pese a la entrada
en liza (tarde y lentamente) de las llamadas “energías
renovables”, sin peso suficiente para sostener el frenético
ritmo de las opulentas (sobre el papel) e insolidarias
sociedades desarrolladas.
El petróleo y sus derivados tienen, a escala histórica, los
días contados, mientras los países árabes e islámicos (desde
Turquía a los estados del Golfo, pasando por Indonesia y el
Magreb en su conjunto) se van apuntando a la construcción de
reactores nucleares para producción de electricidad, en
principio (salvo la amenazante República Islámica de Irán)
con fines pacíficos, mientras en Viena la OIEA (Organismo
Internacional de Energía Atómica) asiste, impotente y con
las manos desnudas, al control efectivo de la proliferación
nuclear. En Occidente y por citar tan solo tres casos,
Estados Unidos produce con 103 reactores el 19% de su
electricidad, Francia con 59 centrales (y otras en
construcción) llega al 78% (lo que le da un amplio margen de
maniobra respecto a la dependencia de la OPEP), mientras que
España cubre el 20% de sus necesidades de consumo eléctrico
con 8 instalaciones; en Europa, solo Italia y Austria han
desmantelado imprudentemente sus centrales (al igual que las
lejanas Filipinas). Por el cono sur, Australia se apresta a
embarcarse en la carrera del átomo, mientras que la pánfila
Nueva Zelanda se ha declarado ilusamente “País Libre de
Energía Atómica”.
En el Magreb, la Francia de Sarkozy firmó en julio un
acuerdo en Libia con el iluminado Gadafi para levantar, en
los próximos años, un reactor nuclear para en principio
desalar agua del mar, mientras que en su reciente viaje al
Reino de Marruecos impulsó un contrato a través de la
empresa francesa “Será Areva” (desbancando a la rusa
“Atomstroyexport) para poner en marcha una instalación
nuclear (véase esta columna del 5 de mayo del corriente) con
uranio propio, obtenido a partir de los fosfatos de Bou-Kraa,
en el Sáhara Occidental (territorio internacionalmente
sujeto a descolonización, pero anexionado de hecho por
Marruecos en 1.975: las “Provincias del Sur”); Argelia por
su parte (con un pequeño reactor en uso y abundantes
reservas de uranio en el Hoggar, zona próxima a la frontera
con Níger) pretende (con apoyo combinado ruso y francés)
construir en los próximos años hasta diez centrales
nucleares con fines, naturalmente, pacíficos.
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