En un momento de la representación, Carmela, fallecida ya,
comenta a Paulino –tal vez enloquecido por el delirium
tremens, tal vez viviendo una experiencia extrasensorial–
que allá, en la Muerte –no en el Cielo ni en el Infierno, la
Muerte es el más allá; republicanos y nacionales todos
juntos sin utilidad de ser belicistas, pues todos están
fallecidos al fin y al cabo– hay algunos a los que ve
borrosos, “a lo mejor son los que murieron al principio de
la Guerra”. Es decir, una visión ateísta, sin premio ni
castigo, sólo el recuerdo de los vivos mantiene a los
muertos ¿vivos? ¡Qué lío! ¿no?
Cuando José Sanchís Sinisterra escribió ¡Ay, Carmela! hace
ahora 20 años, convertida en dos decenios, yo diría, que en
el clásico de la dramaturgia moderna española, creía
sinceramente que había escrito un texto para que su modesta
compañía de aquellos años, El Teatro Fronterizo, recorriera
las tierras de la España democrática recordando a sus
compatriotas fallecidos cincuenta giros de La Tierra al Sol
antes a manos de “las fuerzas más oscuras y retrógradas de
nuestra sociedad, que habían desencadenado una feroz guerra
fraticida, cuyas heridas no habían sido todavía restañadas”,
escribió recientemente el propio autor. Estamos, por tanto,
ante un texto cargado de política, que requiere de un
posicionamiento si no se quiere ser cobarde, de lo peor que
puede ser un periodista; y yo, que mi abuelo pasó 8 años en
la cárcel, entre otras vejaciones, pueden imaginar lo que
pienso, aunque prefiero pensar que no me hubiera hecho falta
que mis antepasados sufrieran para llegar a la conclusión de
que enterrar a los muertos con dignidad no es de izquierdas
ni de derechas, sino de buenos cristianos, aunque uno sea
ateo.
Todo esto viene a cuento de que este nuevo montaje de ¡Ay,
Carmela!, a manos del prestigioso Miguel Narros, no sólo ha
sido un evento dentro del mundo del teatro español porque
recuperara a Verónica Forqué en el papel de Carmela, la
primera actriz que la interpretó en 1987 en su estreno –“un
insólito bucle temporal”, como dice Sanchís Sinisterra–,
sino porque llega en medio del debate sobre la Ley de
Memoria Histórica.
El Auditorio Siete Colinas se quedó pequeño en los dos pases
de la obra, algo que, por otro lado, tampoco es difícil.
¡Ay, Carmela! despertó el interés de los ceutíes, y la
confianza del público fue devuelta por Forqué y Santiago
Ramos –Paulino- con creces. Pusieron sobre las tablas todo
el profundo conocimiento que tienen de los dos personajes
después de más de doscientas funciones por España. “¡Qué
ritmo le dan”, me comentaba Manuel Merlo –principal
responsable de que la obra haya recalado este fin de semana
en tierras caballas–, “cómo se frenan y arrancan”, creo que
añadió mientras apuraba un cigarrillo en el intermedio de la
función a la entrada del auditorio, conocida ya la situación
de los dos cómicos obligados a improvisar una actuación ante
las fuerzas nacionales a su pesar y ante un grupo de
prisioneros que serían ejecutados al día siguiente. Eso me
recordó a los monologistas de Paramount Comedy. ¿Por qué son
tan buenos y los de El club de la comedia tan mediocres?, me
pregunté siempre. Fácil: porque unos se han currado sus
propios textos por todos los garitos de Madrid y seguramente
muchas veces sintieron como un puñal la indiferencia del
público, pero finalmente saben dónde hacer las pausas, qué
suprimir, dónde desatarse y dónde dejar carcajearse al
personal agarrados a sus copas; y porque otros eran actores
que recitaban el texto de, probablemente, esos mismos
monologistas que malviven en la gran ciudad, llevándose el
pastizal que se mueve en televisión por media hora de
trabajo ante las cámaras, el cual pronto olvidarían.
¡Ay, Carmela!, que es una obra eminentemente cómica, llegaba
totalmente rodada a Ceuta. Tal vez, Forqué y Ramos podían
haber arribado al puerto ceutí un tanto hastiados ya de
tanta Carmela y Paulino; pero si era así, yo no me di
cuenta. Mientras uno se sonríe de los pedos de Paulino y ríe
con las ocurrencias de su compañera sentimental, no puede
desalojar de su corazón que Carmela está muerta, Paulino
alcoholizado y subyugado y que el alzamiento fascista está
ganando la guerra. Comedia y patetismo se mezclan de forma
magistral, algo así como ocurría en La vida es bella de
Benigni. Y creo que conseguir que esa amalgama funcione no
es que sea difícil, sino que está al alcance de muy pocos.
Tan bien ha funcionado que la obra de Sinisterra ha sido
traducida a casi todos los idiomas, a pesar de que el propio
autor tuvo sus dudas en la primera conversión –al francés-
aduciendo que el libreto no se entendería fuera de este
país. Subestimó a su propio texto, tocado por las hadas, sin
duda. Es más, el público –español, francés, chino o malayo-
se convierte en parte de la obra, en la tropa nacionalista
que aplaude los número musicales, porque ¡Ay, Carmela! es,
por ende, un homenaje al mundo de los cómicos de aquella
época.
Carmela acaba siendo espontáneamente fusilada por su público
por ser una mujer piadosa y Paulino sobrevive para continuar
su vida como les tocó a los perdedores, humillado y
atemorizado.
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