Vini, vidi, vinci se dice que pronunció Julio César cuando
llegó a Britania –Gran Bretaña– en el año 55 a.C.. Desde
entonces, Ceuta ha sido visigoda, califal, portuguesa y
española; entonces, ha llovido muchísimo, mucho menos, es
muy cierto, que el tiempo que llevaban Sus Majestades los
Reyes de España, Don Juan Carlos I y Doña Sofía, sin pisar
suelo ceutí: 32 años, que es, de cualquier forma, mucho
tiempo. “Tenía un compromiso pendiente con Ceuta”, afirmó
solemnemente el Monarca en su discurso en el interior del
Palacio Autonómico. Necesitaba S.M. el Rey de España una
acogida como ésta en un momento en el que minorías
independentistas y grupos republicanos ponen en cuestión su
mandato con la quema de retratos y obviando su papel durante
la transición, que le legitima a los ojos de la mayoría. Sin
duda, los pronósticos se cumplieron en la ciudad autónoma:
vinieron, vieron y vencieron, porque su visita era una
conquista anticipada de una plaza con un sentimiento
españolista sin igual en el país. Su visita, por otro lado,
mengua un poco más el Estrecho y separa otro tanto al país
vecino y sus ambiciones, un Marruecos cabreado con el que
habrá que limar asperezas, pero esa es otra historia. España
fue ayer la palabra clave. Nadie se hartó a oírla.
“Hoy va a ser un día grande”, se dijeron decenas de miles de
ceutíes al sacar el pie de la cama –el derecho o el
izquierdo, ayer daba igual, venían los Reyes–. El ambiente
festivo se respiraba desde muy pronto en una ciudad que
normalmente vive sin prisa, pero ayer, ansiosa como un niño
en la noche de Reyes.
Antes de que el reloj diera las nueve de la mañana la gente
defendía ya los mejores puestos en el vallado de la plaza de
África, por donde Don Juan Carlos I y Doña Sofía harían su
paseo a pie más de tres horas después de aquel momento. ¡Buf,
cuánto tiempo por delante bajo el sol!
De la redacción al Palacio Autonómico, en busca de las
acreditaciones reales, uno comprobaba lo bien que se había
engalonado todo el recorrido desde el ahora Parque Urbano
Juan Carlos I a la plaza de África, en el que todavía no se
podía aspirar a intuir la locura colectiva que iban a
desatar SS.MM. los Reyes. Los barrenderos se afanaban en
recoger el último papel arrojado al suelo, se podía
barruntar el olor a acrílico de la señalización horizontal
pintada la noche anterior y los kilómetros de bandera
rojigualda daban el aspecto de un circuito de Fórmula Uno.
Si existe una profesión tan especializada como la de
vendedor de banderas españolas, sin duda que ayer hicieron
su agosto en noviembre. Para un ceutí, el Día de la
Hispanidad en el año 2007 será para siempre el 5 de
noviembre, por mucho que un 12 de octubre de 1492 Colón
pisara tierra americana; ayer fue el Rey quien pisó tierra
de Ceuta 32 años después: una conquista de una demanda que
peligraba a convertirse en ancestral.
Fue dejar pasar media hora, lo que se tarda en tomar un té
con un colega de profesión en una cafetería de la Gran Vía,
y comprobar que la mitosis es posible en seres humanos
completos. Nuestros pases nos dieron el poder de pasear por
dentro del vallado y hacernos sentir importantes, con una
profunda perspectiva de banderas de todos los tamaños y sólo
dos colores.
Apostados en una esquina estaban también los desgraciados
moradores del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI),
portando banderitas de España, asegurando su simpatía por el
Rey y reclamando su libertad al canto del Give peace a
chance de John Lennon. Se podría decir que en Ceuta todos
quieren al Rey.
Mientras, el helicóptero de la Fuerza Aérea que transportaba
a los Reyes se aproximaba a Ceuta. Sobre las doce menos
cuarto de la mañana D. Juan Carlos pisaba, como Monarca, por
primera vez tierra caballa. La cuenta pendiente comenzaba a
saldarse.
En la plaza de África se coreaba “Ceuta, se siente; los
Reyes están presentes”. En un BMW blindado se acercaban.
Un simple sonido de corneta desataba al gentío a gritar y
agitar banderas con fruición, saltaban a través de su piel
al más mínimo atisbo de realeza, en guardia como un gato
nervioso, por lo que se pueden imaginar –o no– la reacción
al llegar la comitiva real. Incluso se aplaudió a la gente
del catering que, sonriéndose, entraron en el Palacio
Autonómico aprovechando el minuto de gloria que Andy Warhol
postulaba para todos los ciudadanos anónimos.
El vehículo Real atravesó la Gran Vía con un republicano
como testigo lacónico y de excepción del baño monárquico que
se daba Ceuta, gracias a los más de dos metros de altura que
le daba su pedestal de granito: la estatua del alcalde
bueno, Antonio López Sánchez-Prado, que parecía flotar en un
mar de cabezas y banderas españolas.
La comitiva se detuvo frente a la Comandancia General, donde
Juan Carlos y Sofía saludaron y pasaron revista a diversas
representaciones del ejército, entre ellos, unidades de
legionarios –uno de ellos portaba en su hombro a la mona
Lucy–.
Las 21 salvas en honor a Sus Majestades se celebraron por
las 25.000 almas –cifras oficiales de la Policía– a lo largo
de toda la ciudad como 21 goles de la selección nacional a
Malta.
Una vez concluido el aspecto militar –no hay que olvidar que
el Rey es el Jefe de Estado–, Juan Carlos y Sofía
demostraron por qué se les considera unos Monarcas cercanos:
rodearon sin prisa la plaza de África, saludando y dando la
mano a los ceutíes más fervorosos, los que se apostaban en
las primeras filas, una recompensa ganada con mucho sudor,
sin duda.
Posteriormente saludaron a una representación política de la
ciudad, en el que el intercambio de palabras con Mohamed Ali
hizo reir campechanamente al Rey; y entraron en el Palacio
Autonómico, donde salieron al balcón acompañados por la
ministra de Administraciones Públicas, Elena Salgado, y el
presidente de la Ciudad, Juan Jesús Vivas, para saludar a
las decenas de miles de ceutíes. “¡Ceuta con el Rey”, se
gritaba desde abajo, donde una mujer anciana se arriesgaba a
una lipotimia empachada de tanto calor humano. Fue evacuada
sin mayores dificultades, pese a que todas las
circunstancias apuntaban a lo contrario.
Pero a algunas otras también se les agrió la mañana. “Tanto
tiempo esperando y no he visto nada”, decía una mujer de
metro sesenta.
– ¡La de Rosa, la de Rosa es la Reina! –gritaba una señora a
otra cuando los Monarcas salían del Palacio Autonómico,
entre trajes oscuros, para recorrer a pie lo que les
separaba del hotel La Muralla, donde comerían con una
representación de la sociedad de Ceuta.
El éxtasis monárquico comenzó a diluirse como lo hacían los
ríos de personas que desembocaban a uno y otro lado de la
bahía ceutí. La ciudad ya no recuperaría un bullicio como el
vivido, ni siquiera dos horas después, cuando Juan Carlos y
Sofía volvieron a la luz del día para dirigirse a la Marina.
La plaza no logró recuperar ya tal júbilo.
Mientras esperaba junto al helipuerto, donde el Rey debía
descubrir una placa donde figuraba el nuevo nombre del
Parque Urbano –¿Lo adivinan? Parque Urbano Juan Carlos I–,
un reportero gráfico me comentaba que había tenido al Rey
cara a cara.
– Le he tenido a la distancia en la que estamos hablando tú
y yo ahora.
– ¿Le diste la mano? –le pregunté.
– No –respondió.
– ¿Por qué no?
– No me atreví –contestó– me impresionó.
Y a mí aquello me recordó la secuencia de Sin Perdón en la
que Bob el inglés comentaba por qué era mejor un Rey que un
presidente: “La majestuosidad de un Rey haría que su pulso
tiemble. Cualquier asesino puede matar a un presidente, pero
un Rey... ¡oh!, ¡un Rey es otra cosa!”.
Las banderas de España empuñadas por persistentes ceutíes
recibieron a los Reyes en la zona de la Marina. De nuevo,
las vallas marcaban lo que uno se podía acercar a Sus
Majestades. La gente rodeó la pista en torno al monolito en
el que figura ahora una placa con el nuevo nombre de estas
instalaciones deportivas.
Juan Carlos bajó del BMW portando el bastón de mando de la
Ciudad y descubrió junto a Juan Jesús Vivas la tela que
cubría la placa, en gratitud por la visita largamente
demandada por la ciudad autónoma.
El Rey saludó a la prensa y preguntó, sonriendo
bonachonamente como pocos saben, por qué nos habían puesto a
contraluz. Derrochó simpatía. Junto a la Reina saludaron a
los dos mil ceutíes que aproximadamente presenciaban la
despedida del Monarca y entraron en el helicóptero que les
debía llevar a la península de vuelta.
Los seguidores de la realeza dijeron adiós a Juan Carlos y
Sofía al ritmo de gritos de “¡Ceuta española!” y “¡España,
España!”; no especialmente originales. Y también: “¡Sofía!,
¡Sofía!”.
Los motores comenzaron a rugir y los enormes aparatos se
elevaron. Los ceutíes agitaron sus manos hasta ver perderse
los helicópteros en el horizonte, por detrás del monte
Hacho.
Hoy la ciudad autónoma de Ceuta amanece resacosa y
nostálgica. Sí, habrá tristeza originada por el recuerdo,
porque a partir de ahora se puede recordar una visita de Sus
Majestades los Reyes de España.
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