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OPINIÓN - LUNES, 5 DE NOVIEMBRE DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

El ministro monárquico
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Cuando yo tenía veintiún años, de lo cual hace mucho, pero mucho tiempo, el entonces Príncipe de España, Don Juan Carlos, había cumplido los veintitrés. Él estaba a punto de casarse con Doña Sofía, y a mí me quedaban doce meses para acabar el servicio militar. Doce largos meses, a los que habían precedidos una docena más. Puesto que en la Marina de entonces se cumplían dos años. Una carambola hizo posible que me destinasen al Ministerio de Marina. Pertenecía al curso 1961-1962. Y fui elegido para ponerme al servicio de los ayudantes del ministro: el almirante don Felipe Abárzuza y Oliva. En la planta ministerial, pronto me gané la confianza del teniente coronel Ollero; del teniente de navío, Carlos Alvear, fallecido a edad temprana; del comandante Conejero y de Federico Galvache, capitán de fragata y persona de entera confianza del ministro.

Una mañana de abril, Federico Galvache me llamó a su despacho para comunicarme que había sido escogido para acompañar al ministro a Grecia. Dado que éste iba como embajador extraordinario de España a una boda principesca. La expedición navegaría en el crucero Canarias. Y me puso al tanto de todos los preparativos a los que me debería someter. Don Federico, tan brusco en su decir como humano en su forma de ser, se dio cuenta de que a mí se me había puesto cara de palidez cobarde y no dudó en dirigirse a mí: “Te has emocionado, ¿no?”. Mi respuesta, atrevida por saber que me apreciaba, fue contundente: Mi comandante, más que emocionarme lo que me pasa es que ya me estoy mareando. Por lo tanto, bien me gustaría que usted hiciera todo lo posible por borrarme de esa lista de infantes distinguidos con ir a la boda de nuestro príncipe el próximo mes de mayo. Corría ya el año de 1962.

Con voz de trueno, Galvache me puso firme. Y me ordenó que diera media vuelta y trató de darme una patada en el trasero. Gesto que le hizo perder el equilibrio y no terminó en el suelo porque mis reflejos lo salvaron de darse el costalazo. Tras verse al borde del ridículo, me gritó que me fuera del despacho y que me considerara arrestado hasta nueva orden.

Amén de que yo me mareaba nada más pisar un barco, había otro problema más principal: que si iba a Grecia me quedaba sin jugar al fútbol, como profesional, y, desde luego, sin recibir los dineros que necesitaba en aquel Madrid donde estaba acostumbrado a vivir como un privilegiado: ya que podía permitirme el lujo de comer pollo en el asador gaditano, cada dos por tres.

Una tarde, el ministro y su esposa decidieron pasear por el Retiro. Y a mí me tocó acompañarlos, vestido con mis mejores galas y con una pistola al cinto con balas de fogueos. En un momento determinado, don Felipe quiso conocer los motivos que yo alegaba para no viajar a Grecia y ser testigo de la boda de quien me dijo sería, más pronto que tarde, un gran Rey de España. Le conté mi verdad, y la señora, tras mirarme, habló lo justo para que el almirante me dispensara de ese servicio. Pues ambos me tenían ley porque un hermano del ministro que estaba internado en el sanatorio de la Marina en Los Molinos, gustaba de hablar conmigo. Y allá que me enviaban cada dos por tres. En cuanto regresó de Atenas, don Felipe recibió la visita del motorista y fue sustituido por Nieto Antúnez. Y es que Abárzuza Y Oliva dio en Grecia rienda suelta a su más que conocido monarquismo.
 

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