Cuando yo tenía veintiún años, de
lo cual hace mucho, pero mucho tiempo, el entonces Príncipe
de España, Don Juan Carlos, había cumplido los
veintitrés. Él estaba a punto de casarse con Doña Sofía,
y a mí me quedaban doce meses para acabar el servicio
militar. Doce largos meses, a los que habían precedidos una
docena más. Puesto que en la Marina de entonces se cumplían
dos años. Una carambola hizo posible que me destinasen al
Ministerio de Marina. Pertenecía al curso 1961-1962. Y fui
elegido para ponerme al servicio de los ayudantes del
ministro: el almirante don Felipe Abárzuza y
Oliva. En la planta ministerial, pronto me gané la
confianza del teniente coronel Ollero; del teniente de
navío, Carlos Alvear, fallecido a edad
temprana; del comandante Conejero y de Federico
Galvache, capitán de fragata y persona de entera
confianza del ministro.
Una mañana de abril, Federico Galvache me llamó a su
despacho para comunicarme que había sido escogido para
acompañar al ministro a Grecia. Dado que éste iba como
embajador extraordinario de España a una boda principesca.
La expedición navegaría en el crucero Canarias. Y me puso al
tanto de todos los preparativos a los que me debería
someter. Don Federico, tan brusco en su decir como humano en
su forma de ser, se dio cuenta de que a mí se me había
puesto cara de palidez cobarde y no dudó en dirigirse a mí:
“Te has emocionado, ¿no?”. Mi respuesta, atrevida por saber
que me apreciaba, fue contundente: Mi comandante, más que
emocionarme lo que me pasa es que ya me estoy mareando. Por
lo tanto, bien me gustaría que usted hiciera todo lo posible
por borrarme de esa lista de infantes distinguidos con ir a
la boda de nuestro príncipe el próximo mes de mayo. Corría
ya el año de 1962.
Con voz de trueno, Galvache me puso firme. Y me ordenó que
diera media vuelta y trató de darme una patada en el
trasero. Gesto que le hizo perder el equilibrio y no terminó
en el suelo porque mis reflejos lo salvaron de darse el
costalazo. Tras verse al borde del ridículo, me gritó que me
fuera del despacho y que me considerara arrestado hasta
nueva orden.
Amén de que yo me mareaba nada más pisar un barco, había
otro problema más principal: que si iba a Grecia me quedaba
sin jugar al fútbol, como profesional, y, desde luego, sin
recibir los dineros que necesitaba en aquel Madrid donde
estaba acostumbrado a vivir como un privilegiado: ya que
podía permitirme el lujo de comer pollo en el asador
gaditano, cada dos por tres.
Una tarde, el ministro y su esposa decidieron pasear por el
Retiro. Y a mí me tocó acompañarlos, vestido con mis mejores
galas y con una pistola al cinto con balas de fogueos. En un
momento determinado, don Felipe quiso conocer los motivos
que yo alegaba para no viajar a Grecia y ser testigo de la
boda de quien me dijo sería, más pronto que tarde, un gran
Rey de España. Le conté mi verdad, y la señora, tras
mirarme, habló lo justo para que el almirante me dispensara
de ese servicio. Pues ambos me tenían ley porque un hermano
del ministro que estaba internado en el sanatorio de la
Marina en Los Molinos, gustaba de hablar conmigo. Y allá que
me enviaban cada dos por tres. En cuanto regresó de Atenas,
don Felipe recibió la visita del motorista y fue sustituido
por Nieto Antúnez. Y es que Abárzuza Y Oliva
dio en Grecia rienda suelta a su más que conocido
monarquismo.
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