Los cementerios están cuajados de
flores y de gentes en noviembre. Morir, en realidad, es el
vestido que viste la vida en su noria existencial. A pesar
de todas las distracciones que nos pueden tener
entretenidos, cuando se pierde a un ser querido nos hace
despertar, haciéndonos sentir la muerte como una presencia
que ahí está. Creo que es la ocasión propicia para hacer un
alto en el diario de la vida, mirar al horizonte como
peregrinos de sueños y contemplar los colores de la
eternidad con los ojos de la esperanza. Seguro que, para
ello, tenemos que desnudarnos de todo materialismo y dejar
que la rosa del alma nos clarifique los caminos. Las sendas
no se trazan poniendo el dinero por delante. Lo trascendente
es más del verso y la palabra, de los recuerdos y preguntas,
de las emociones y vivencias, de los sentimientos y
sabidurías. Las puertas perecederas de la tierra pueden
abrirse por caudales, pero uno puede abrir las puertas del
cielo sin poner peculio alguno injertando poemas en el alma.
La estampa en noviembre es el más hondo poema a la vida.
Gentes y flores conviven en los cementerios bajo el lenguaje
de la meditación. Y esto ya es vivir. Llegado el tiempo,
también a nosotros, aunque a veces pensemos que somos
imprescindibles aquí abajo, nos visitará la muerte y la
inmortalidad nos asistirá para siempre. Cada sorbo de vida
es un trago hacia la expiración. Alguien dijo, precisamente,
que esta existencia es una muerte que viene. La solemnidad
de Todos los Santos y la conmemoración de Todos los Fieles
Difuntos suscitan cada año, como por arte de magia, un
intenso y extenso clima reflexivo, a pesar de otras
manifestaciones consumistas que se van imponiendo. En
cualquier caso, festejar a los muertos y los santos, en modo
positivo e incluso simpático, también puede llevarnos a una
visión de la muerte como un acontecimiento humano, natural,
del que no hay que tener miedo. Sin embargo, a pesar de
tanto festín, por este tiempo de pálido noviembre, suele
habitar en nosotros, un aire triste pero sereno. Solemos
tener subida la melancolía a flor de piel. Envueltos en esta
particular atmósfera poética, nos hallamos en torno al
recuerdo de los que nos precedieron, unidos como ramas al
árbol de la vida. Nuestra naturaleza está en movimiento.
Todo es un ir y venir y un volver y un llegar. La cuestión
es alcanzar el cielo y tomar la herencia incorruptible del
caminante.
Ciertamente, el máximo enigma de la vida humana es la
muerte; una misteriosa escena plagada de literatura. Igual
que el suspiro del aire cuando besa la tierra es una música
que nos estremece, también el tránsito es un eterno sollozo
que nos agita. En medio del asombro, siempre vive la cruz
como signo humano de refugio y como signo divino de toda
persona inquieta que busca. Evidentemente, algún día seremos
nosotros los que morimos. Cuidado con pensar que siempre son
los demás los que se mueren. Mientras tanto no es mala
compañía dejarse llevar por los santos de carne y hueso, que
–a mi pobre juicio- no son otros que aquellos que saben
levantarse y volver a caminar.
Meses antes de fallecer, en junio de 1990, ya muy visitado
por la hermana enfermedad, el periodista, sacerdote,
escritor y poeta José Luis Martín Descalzo, escribió, con
jirones de su propio cuerpo y de su propia alma, versos
bellísimos y tan cristianos sobre la muerte. Dicen así:
“Morir sólo es morir. Morir se acaba. /Morir es una hoguera
fugitiva. /Es cruzar una puerta a la deriva/y encontrar lo
que tanto se buscaba. /Acabar de llorar y hacer preguntas,
/ver al Amor sin enigmas ni espejos; /descansar de vivir en
la ternura; /tener la paz, la luz, la casa juntas/y hallar,
dejando los dolores lejos, /la Noche-luz tras tanta noche
oscura”. En este pasar las hojas del calendario, el clamor
más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas
sigue siendo el mismo: el anhelo de la inmortalidad.
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