Un político debe hacer las cosas
con prontitud y en silencio, es decir, sin alharacas;
cumpliendo la función que más le gusta, servir de motor y
despertador de actividades dormidas. Aportar ideas y
encauzarlas hacia un final exitoso. La realidad es que pocos
políticos pueden presumir de dar la talla requerida.
Hay políticos que tienen atrevimiento y vehemencia; pero son
cortos de caletre. De modo que la falta de cordura, en
bastantes ocasiones, les hace meter la pata y se ven
expuestos al zarandeo de la opinión pública.
Un político no tiene por qué ser un sabio, un especialista
de todo, pero sí debe ser una persona con conocimientos
generales y probado sentido común. De manera que resulta
necesario que esté en posesión de un afán desmedido por
ampliar sus conocimientos. No sentirse nunca satisfecho con
su bagaje cultural. Por más que en el empeño deba
sacrificarse. De ahí que, fechas atrás, me complací en
destacar cómo Mabel Deu, consejera de Educación y
Cultura, había conseguido licenciarse en psicología.
Desgraciadamente a la política llegan muchas personas
huérfanas de saber y se ponen en ridículo en cuanto abren la
boca. Y cometen el error, además, de no aprovechar los años
que viven disfrutando de su sinecura (cargo o empleo
provechoso y de poco o ningún trabajo) para remediar sus
deficiencias.
Tales políticos deberían emplear tanto tiempo libre para
cultivarse. Sí, ya sé que la lectura no es una habilidad
natural, sino aprendida. Y, por tanto, un ejercicio
exigente. Pero muy provechoso: incluso para paliar en gran
medida los disgustos que la existencia nos da. Al menos es
lo que pensaba Montesquieu: “No habiendo tenido nunca
un disgusto que una hora de lectura no me haya quitado”.
El político que sea incapaz de mejorar, aun habiendo hincado
los codos, lo que más le conviene es hablar lo justo y
llevar la brevedad escrita, por si acaso se le va la olla en
el intento. Ha de ser tan lacónico como eran los espartanos.
Con el fin de impedir que sus equivocaciones sigan
produciendo las mismas consecuencias hilarantes que el
primer día que se subió a un estrado.
El político que se vea reflejado en esta columna, siempre
dedicada a contar pormenores de la ciudad, no tendría por
qué enfadarse ni sentirse menospreciado. Pues no todo los
políticos pueden poseer el don persuasivo de la elocuencia.
Tener labia no está al alcance de cualquiera.
Por ejemplo: el vicepresidente del Gobierno, Pedro
Gordillo, lleva ya un tiempo discurseando menos. Pues
sabe de sobra que no cuenta con ese “pico de oro” tan
necesario para encandilar a la gente. Entre otras razones
porque le puede la pasión, se le amontonan las ideas y las
palabras le salen atropelladas. Y, claro, el discursear lo
deja insatisfecho. De ahí que haya optado, con muy buen
criterio, por dedicarse a mantener la disciplina del partido
y hacer posible que los componentes del Gobierno formen un
bloque. Lo cual realiza a gusto del presidente de la Ciudad.
A quien también, en los momentos en que éste se resiente por
culpa de los problemas que ocasionan las decisiones
importantes que ha de tomar, suele prestarle todo su apoyo.
O sea, que en el hombro de Pedro Gordillo alivia Juan
Vivas la soledad del poder. Aunque en tales momentos
predomina la parquedad de palabras. Por razones que ya hemos
explicado.
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