Muchas sociedades europeas
necesitan a los inmigrantes, pero, en el fondo o en la
superficie, que hay para todos los gustos, no los quieren
ver ni en pintura. Los miran con desprecio y si pudieran
implantarían leyes de segregación. Las sociedades de origen,
muchas de ellas, en cambio, tienen más ingresos con las
remesas de capital que los inmigrantes envían que con
cualquier otra actividad propia. Este es el drama de la
inmigración, según proclaman voces autorizadas.
Se nos viene hablando, desde hace años, de una fuerza
omnímoda que amenaza con implantarse en todos los ámbitos
–servicios, capitales, personas, ideas- como una corriente
unificadora. Y, paradójicamente, esa misma globalización, en
especial la de las comunicaciones, que trata de allanar y
unificarlo todo ha reforzado, y alentado más si cabe, la
proliferación de minorías que reivindican sus diferencias.
En ocasiones, tales minorías lo hacen reaccionando con
violencia y generando conflictos que amenazan la convivencia
entre culturas y civilizaciones. Los motivos son tan
variados como complejos y necesitan muchas más
explicaciones. Si bien podríamos resumirlo diciendo que
nadie quiere perder su identidad.
No olvidemos que cuando la gente se desplaza, lleva su
cultura con ella, incluidos sus dioses. De ahí que las
grandes religiones mundiales hayan mostrado cómo las ideas y
las creencias pueden atravesar continentes y transformar
sociedades. Por lo que uno, que trata de leer hasta la
extenuación todo cuanto se ha escrito, y se escribe al
respecto, está de acuerdo en que el actual conflicto
cultural no se da sólo entre sociedades, sino en el seno de
las sociedades.
Soy hombre antes de ser francés; soy necesariamente hombre y
sólo soy francés por azar”, dijo de sí mismo Montesquieu.
Eso sí, ser persona implica necesariamente tener una
cultura, en este caso francesa. Y, desde luego, la unidad de
las culturas no es, ni puede ser, el objetivo. Ignorarlas
tampoco.
Pues bien, en este siglo XXI nacido bajo el signo de las
guerras de las diferencias, es sumamente necesario que las
discrepancias mantenidas por la sociedad civil se resuelvan
de manera pacífica. Es decir, conversando sobre las
diferencias con las diferencias por delante y, sobre todo, a
pesar de las diferencias. La realidad nos muestra que Ceuta
es la ciudad más adelantada en cuanto a lo que se ha
convertido en una necesidad mundial: tratar de convivir, no
de convencer, y menos aún de convertir. Porque estamos
condenados a relacionarnos; no a entendernos.
El ejemplo lo tuvimos el lunes pasado, donde las diferentes
culturas, por medio de sus representantes, se dieron cita
para inaugurar un templo hindú. Allí estaban el obispo de
Cádiz, el imán y el rabino de la ciudad presenciando un acto
al que acudieron cien personas. Culturas juntas en un
acontecimiento donde se le agradeció el apoyo a la causa al
presidente de la Ciudad, Juan Vivas, y a la consejera
de Educación y Cultura, Mabel Deu. A partir de ahí,
pues, respeto y relaciones que sirvan para conllevarnos.
Diálogo permanente y deseo de quedarse con lo mejor de cada
cual en un escenario predispuesto a la defensa acérrima de
una forma de vida que nos una más que nos separe. Difícil
tarea, sin duda; pero la esperanza está basada en hechos
como el ya reseñado.
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