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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 24 DE OCTUBRE DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

El templo hindú
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Muchas sociedades europeas necesitan a los inmigrantes, pero, en el fondo o en la superficie, que hay para todos los gustos, no los quieren ver ni en pintura. Los miran con desprecio y si pudieran implantarían leyes de segregación. Las sociedades de origen, muchas de ellas, en cambio, tienen más ingresos con las remesas de capital que los inmigrantes envían que con cualquier otra actividad propia. Este es el drama de la inmigración, según proclaman voces autorizadas.

Se nos viene hablando, desde hace años, de una fuerza omnímoda que amenaza con implantarse en todos los ámbitos –servicios, capitales, personas, ideas- como una corriente unificadora. Y, paradójicamente, esa misma globalización, en especial la de las comunicaciones, que trata de allanar y unificarlo todo ha reforzado, y alentado más si cabe, la proliferación de minorías que reivindican sus diferencias.

En ocasiones, tales minorías lo hacen reaccionando con violencia y generando conflictos que amenazan la convivencia entre culturas y civilizaciones. Los motivos son tan variados como complejos y necesitan muchas más explicaciones. Si bien podríamos resumirlo diciendo que nadie quiere perder su identidad.

No olvidemos que cuando la gente se desplaza, lleva su cultura con ella, incluidos sus dioses. De ahí que las grandes religiones mundiales hayan mostrado cómo las ideas y las creencias pueden atravesar continentes y transformar sociedades. Por lo que uno, que trata de leer hasta la extenuación todo cuanto se ha escrito, y se escribe al respecto, está de acuerdo en que el actual conflicto cultural no se da sólo entre sociedades, sino en el seno de las sociedades.

Soy hombre antes de ser francés; soy necesariamente hombre y sólo soy francés por azar”, dijo de sí mismo Montesquieu. Eso sí, ser persona implica necesariamente tener una cultura, en este caso francesa. Y, desde luego, la unidad de las culturas no es, ni puede ser, el objetivo. Ignorarlas tampoco.

Pues bien, en este siglo XXI nacido bajo el signo de las guerras de las diferencias, es sumamente necesario que las discrepancias mantenidas por la sociedad civil se resuelvan de manera pacífica. Es decir, conversando sobre las diferencias con las diferencias por delante y, sobre todo, a pesar de las diferencias. La realidad nos muestra que Ceuta es la ciudad más adelantada en cuanto a lo que se ha convertido en una necesidad mundial: tratar de convivir, no de convencer, y menos aún de convertir. Porque estamos condenados a relacionarnos; no a entendernos.

El ejemplo lo tuvimos el lunes pasado, donde las diferentes culturas, por medio de sus representantes, se dieron cita para inaugurar un templo hindú. Allí estaban el obispo de Cádiz, el imán y el rabino de la ciudad presenciando un acto al que acudieron cien personas. Culturas juntas en un acontecimiento donde se le agradeció el apoyo a la causa al presidente de la Ciudad, Juan Vivas, y a la consejera de Educación y Cultura, Mabel Deu. A partir de ahí, pues, respeto y relaciones que sirvan para conllevarnos. Diálogo permanente y deseo de quedarse con lo mejor de cada cual en un escenario predispuesto a la defensa acérrima de una forma de vida que nos una más que nos separe. Difícil tarea, sin duda; pero la esperanza está basada en hechos como el ya reseñado.
 

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