La semana pasada, debido a que se
inauguraba una exposición de fotografías, estuve en las
Murallas Reales, y uno de los allí reunidos habló de la
magnificencia del lugar. Nos encontrábamos en la fachada de
San Ignacio, concretamente en la puerta del Museo de la
Ciudad. Y a mí se me ocurrió decir que el Patio de Armas me
entusiasmaba; aunque no por ello dejaba de notar, siempre
que me hallaba en él, como un principio de inquietante
sufrimiento de agorafobia. Y es que hay espacios abiertos
cuya grandeza suele cohibirme hasta extremos insospechados.
Transcurría la conversación, relacionada con las
peculiaridades de las Murallas restauradas, consideradas
Bien de Interés Cultural, cuando salió a relucir la tragedia
vivida en los bajos del Angulo. Un Laberinto que en 1995
sirvió de refugio para muchos inmigrantes ilegales sin
retorno. Subsuelo inmundo: mazmorras convertidas en infierno
al cual yo bajé días antes de que sus moradores, negros,
kurdos y argelinos se rebelaran contra las fuerzas
encargadas de mantener el orden.
Era cuando los primeros inmigrantes llegaban a Ceuta y no
había en España más antecedentes que las invasiones por mar
principiadas por los fenicios, bajo el pretexto de venir a
la caza del conejo. Pues se había extendido el rumor de que
había tantos que hasta se podían coger con las manos. Luego,
claro está, arramblaban con todo lo que podían, sobre todo
plata, cuyo valor desconocíamos, a cambio de entregarnos
naderías.
A partir de entonces, nuestras costas sirvieron para que
arribaran cartagineses, romanos, godos y hasta los amigos
del conde don Julián. Ni que decir tiene que todos nos
esquilmaban y, por tanto, a todos los fuimos abandonando a
su suerte, en momentos claves, dado los excesivos impuestos
que imponían a los celtiberos.
A su suerte quedaron también cobijados en lo bajos de las
Murallas Reales, entre aguas fecales, ratas como conejos, y
oscuridades de muertos, un montón de inmigrantes. En un
momento donde la presencia de éstos por las calles
asombraban a los ciudadanos y los comentarios eran muchos y
nada halagüeños para quienes venían huyendo de la miseria y
convencidos de que Ceuta era sólo la antesala en la cual
esperar la llegada del momento tan deseado: la entrada al
Edén europeo.
Lo sucedido, al verse las autoridades locales desbordadas
por un fenómeno social desconocido y para el que no contaban
con medios ni con conocimientos suficientes, fue un drama.
Que vivieron intensamente Basilio Fernández, entonces
alcalde, y María del Carmen Cerdeira, delegada del
Gobierno. Me consta que ambos se levantaban cada día
pensando en qué medio escrito, en qué medio hablado, o en
cuál de las televisiones, los iban a poner como chupa de
dómine. Por no atender a algo que les sobrepasaba.
Han pasado ya doce años de aquel suceso. Y, lógicamente, las
autoridades no pueden alegar ya que son sorprendidas por
nada de cuanto pueda ocurrir en relación con la llegada de
inmigrantes a España. Por consiguiente, no entiendo cómo es
posible que esté ocurriendo lo que nos ha contado Raúl
Mariscal –ayer- acerca de los 33 bangladeshíes que se
han echado al monte. Los gobernantes, algo habitual, siempre
actúan con demora perversa.
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