En una ciudad pequeña, pero con
problemas de urbe grande, no es extraño que su alcalde, como
él dice que gusta de ser llamado, sea la persona más
requerida por los medios. Es el caso de Juan Vivas.
Quien, además, es el hombre más popular de Ceuta y el
político más poderoso. Un poder que emana de ese otro poder
consistente en que lo hayan votado, con insistencia,
innumerables ciudadanos que lo distinguen como la persona
más capacitada para regir los destinos de esta ciudad.
Con semejante respaldo en las urnas, el alcalde-presidente
de la Ciudad, a medida que ha ido adquiriendo experiencia
como gobernante, se encuentra en una situación inmejorable
para tomar decisiones que a otro, en su lugar, le estarían
vedadas, si acaso no disfrutara de esa masa de votantes
incondicionales, como la que cuenta JV.
La enorme confianza que vienen demostrando los ciudadanos a
la hora de depositar su voto a favor de lo que Vivas
significa para ellos y no por su pertenencia a unas siglas,
le concede a éste un estímulo incuestionable para llegar
todos los días al despacho con unas enormes ganas de
trabajar por su tierra. Y, encima, su forma de ser que
despierta simpatía y adhesiones entre quienes están
acostumbrados a tratar a políticos de mirar altanero y
prestos, a la menor ocasión, a escupir por el colmillo, hace
posible que hablen de él como persona con la que es posible
dialogar sin ningún tipo de envaramiento.
Así me manifestaba yo, días atrás, cuando hablaba con un
político, acostumbrado a lidiar desechos de corrales
–perdonen el símil taurino-, y éste me daba la razón. Y fue
más lejos en sus apreciaciones: “No te olvides, Manolo,
que me estás hablando de una persona inteligente y con una
capacidad de persuasión que no tiene límites. Pero...”.
El pero, esa conjunción adversativa que tanto me molesta
cuando aparece, inmediatamente, detrás de cualquier
reconocimiento de cualidades que adornan a una persona, me
hizo temer que mi comunicante fuera a contarme una historia
negativa. Y no fue así. Me dijo que lo que Juan Vivas lleva
mal es cuando le insultan o tratan de vejarlo. No acaba de
asimilar que lo llamen desvergonzado o que pongan en duda su
honorabilidad. Hasta el punto de que se le nota durante
varios días los denuestos recibidos. Y, desde luego,
difícilmente perdonará la afrenta.
Apenas había acabado de hablar mi interlocutor cuando le
pregunté de sopetón lo siguiente: ¿me pues decir, entonces,
cómo se las apañan Rafael Montero y Juan Luis
Aróstegui, por ejemplo, para presentarse en el despacho
de Juan Vivas? ¿Con qué cara se sientan a dialogar con él?
El primero se ha dado cuenta, aunque tarde, de que Vivas lo
desprecia. Si bien éste es capaz de soportar con asombroso
estoicismo al editor cuando lo tiene sentado frente a él e
incluso le permite desahogos tan estúpidos como
irresponsables. Lo cual irá minando la moral de quien hasta
hace nada creía tener a JV cogido por los huevos. En lo
tocante al segundo, debe ser frustrante comprobar que todo
fracaso acompañado de obcecación es una fragilidad del
individuo. Es el caso de Aróstegui.
Un caso que el presidente de la Ciudad conoce muy bien. Y,
aunque no es hombre de irlo propalando, no duda en reírse de
Juan Luís por lo bajinis.
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