La pregunta, sobre ¿qué aporta la
actual educación obrera a la democracia española?, me surge
a raíz de tener constancia que, en la sede de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), se han reunido
más de un centenar de representantes de sindicatos
provenientes de menos de la mitad de un centenar de países,
sitial que conviene recordar debe estar entregado, como un
obrero más en el tajo de la vida, a la reducción de la
pobreza, a lograr una globalización justa y a generar
oportunidades de trabajo decente y productivo para hombres y
mujeres, en condiciones de libertad, seguridad y dignidad
humana. Trabajo, pues, no le falta por hacer a este
organismo especializado de las Naciones Unidas, a tenor de
que el crecimiento de unos significa desigualdad para otros.
Pero volviendo al cónclave, por cierto bastante raquítico en
la era de la globalización aunque se reuniese en un trono de
altos objetivos, para mí que debió entrarle cargo de
conciencia y se han puesto manos a la obra sindical. Su afán
y desvelo, que esperamos utilice de verdad un lenguaje
colectivo obrero, en suma que sea una voz más sindicalizada
que politizada, pasa por fortalecer su capacidad para
influenciar las políticas socioeconómicas y las estrategias
de desarrollo, cuando menos más redistributivas. ¡Albricias!
Ya es hora de que pensemos, y sobre todo desde los
subvencionados sindicatos, la manera de huir de un sistema
de producción que amortaja la vida. Lo de quiero un trabajo
para vivir y no vivir para trabajar, puede ser un buen
reclamo reflexivo para todos.
El discurso de hacer un sólido frente obrero contra la
sociedad de los privilegiados para que dejen de producir
cada día más pobres, aunque sea por mero principio de
educación bracera, es tan necesario como urgente. Apremia
liberarnos de unas ataduras mezquinas, como puede ser el
galopante consumo como ideal de felicidad y la inducción a
un ocio evasivo como catarsis. En suma, si el mundo obrero
existe, y existe en precario más de lo que se dice, el mundo
sindical ha de existir con más fuerza que nunca, sin
debilitamientos ni bajar la guardia en esa lucha por la
justicia social que, al fin y al cabo, contribuye asimismo a
fortalecer la democracia.
Lo que sucede es que los sindicatos, una vez que han perdido
democracia en su estructura y funcionamiento interno, mal
pueden dar lecciones de democracia a nadie; y, mucho menos a
un mundo obrero al que se le castiga a traición y con la
mentira por delante. Ya nos gustaría que no sólo los
sindicatos obreros, también las asociaciones empresariales,
promocionasen otros intereses más humanos y menos políticos.
Sería bueno para todos, para esos representados que piensan
que los sindicatos van a lo suyo y también para esos
representantes que están convencidos que el problema son los
trabajadores que se han vuelto egoístas e insolidarios.
Estoy de acuerdo que la lucha sindical parte de la educación
obrera. Pienso que es el momento de avivar esa historia y
hacerla presente. No se puede permanecer indiferente, con
los brazos del espíritu sindical caídos, frente a un mundo
que machaca al trabajador con faenas que rayan lo indecente
y con salarios que se enquistan en la miseria. Creo que más
allá de la mera representación obrera en el nuevo orden
mundial, ha de exigirse a los sindicatos una renovación
total para hacer valer su acción sindical a todos los
efectos y que nadie ponga en duda sus hazañas, inclusive la
de desempeñar un papel clave en esta sociedad en la que
todos somos diferentes, pero efectivamente todos necesarios
como se ha dicho.
Los sindicatos, que han de ser la expresión más legítima de
la clase obrera organizada, la que gracias a su unidad,
organización y constancia en la lucha ha conseguido derechos
que, de otro modo, no hubiera sido posible, no pueden quedar
como estáticas instituciones de un Estado social y
democrático de Derecho.
Precisamente, entiendo, que es la educación obrera, aquella
que ha de poner en movimiento nuevas ideas de movilización,
la que puede contrarrestar las graves injusticias que las
democracias soportan. Dicho lo anterior, considero que las
organizaciones sindicales han de apostar, mucho más de lo
que lo vienen haciéndolo, por programas de formación, para
que el obrero pueda reconsiderar los efectos de la
globalización económica, la exigencia de trabajo decente, la
lucha contra la discriminación de cualquier índole. A mi
juicio, el papel de formador del propio movimiento sindical
obrero es vital para que se regenere esa educación obrera
solidaria, sensible a los cambios ambientales.
Un mundo obrero educado en el estudio profundo de los
problemas, siempre dispuesto a colaborar en su resolución,
lleva consigo dejar de lado los sectarismos sindicales,
cualquier ambición de poder que no sea para mirar en la
misma dirección del bien común. O sea, de sentir próximo al
prójimo. Por el contrario, cuando el trabajo se torna
incivil y los sindicatos permanecen mudos o pasivos, siendo
su razón de ser la pro-actividad del diálogo social como un
instrumento de democracia, estabilidad y desarrollo, aparte
de ocasionar desgaste de valor sindical, cooperan a que los
obreros duden del ejercicio de su actividad y de su razón de
ser. Resulta deseable, por tanto, que estos agentes sociales
promuevan la formación obrera y ofrezcan una atención mayor
y más adecuada a los trabajadores. Quizás algunos
dirigentes, suspensos por sus acciones en ética y moral,
sean los primeros en necesitar esa formación previa. Es
importante, en consecuencia, llevar a cabo una labor
persuasiva de educación obrera en los valores solidarios
para que el trabajador, el mundo productivo y todo este
engranaje económico, no se vuelva contra el obrero por muy
demócrata que quiera notarse; es decir, contra el propio ser
humano que, en demasiadas ocasiones, aún no pasa de sentirse
un NIF activo con categoría de esquirol, (sustituible por
otra mano obrera más barata), en un supermercado de una
invernal cadena de explotación, que paga por lo que te dejes
explotar, mediante el mayor caudillaje: un injusto incentivo
de una productividad subjetiva.
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