Esta es la realidad que yo veo:
Impera más el veneno del miedo que el bálsamo del
conocimiento en el mundo. Lo irracional pierde toda
conciencia como está pasando actualmente. Aunque el saber se
considere un bien público a universalizar, todavía es
accesible a una minoría en la territorialidad globalizada.
Creo que lo será siempre, pero nunca ha levantado tantos
muros. Los que amasan poder, que son los que tienen la llave
de la instrucción, saben que la mejor manera de llevar a sus
súbditos, de mentira en mentira, pasa por negarles la
enseñanza que les capacite para el discernimiento. Es cierto
que cuánta más ignorancia, más cobardía; y, por ende, mayor
facilidad para inyectar fanáticas doctrinas. Olvidan estos
avaros poderes que también crece el odio y que una venganza
propia de un gallina intimidado es temible. Los efectos ahí
están, golpeándonos la vista a diario. Las contiendas, fruto
de la insensatez e inconsciencia, rayan el salvajismo como
única manera de resolución a las dificultades de la paz.
Una sociedad golpeada por el pavor al terrorismo, al
chantaje, a las guerras psicológicas que tanto abundan en la
actualidad, acrecienta la incertidumbre, divide y adoctrina
en el espanto. Si en verdad caminásemos hacia la sociedad
del conocimiento, con lo que eso conlleva de libertad,
seríamos más respetuosos los unos para con los otros. El
diálogo sincero es la única doctrina que nos puede ayudar a
salir de este laberinto de inseguridades. Y la mejor ley
para quitarnos temores, sin duda, es la ley natural; porque
es aquella que no aparece contaminada, o sea, adoctrinada
por la arbitrariedad de un poder usurero o por unos engaños
intencionados y partidistas. En consecuencia, el máximo afán
y desvelo de toda la familia humana, que ha de ser inmenso
en los que tienen responsabilidades públicas, ha de gravitar
en promover la audacia, el valor, el temple necesario, para
instruir en la maduración de la conciencia moral. Sin esa
moralidad injertada en la vida, que es raíz de la propia
vida, todos los demás progresos serán como un barco a la
deriva; se tiene el barco del conocimiento, pero para nada
sirve, porque no es ni extensivo como el mar ni libre como
las olas.
No cabe duda de que vivimos un momento de recelo continuo,
por mucho que nos quieran adoctrinar con otros goces de
dominio y progreso que, por otra parte, no son tales y, en
el caso de que lo fueran, permanecen en la boca de algunos
privilegiados. Para empezar, lo de hacer el bien y evitar el
mal, suele estar ausente en los guías del caminante. Lo que
si suele aparecer en los caminos de la vida, son guindas
deslumbrantes, castillos que nos seducen, sobre todo a
mentes poco pensantes, que nos engañan y enganchan a
disfrutar a tope. Muchas veces llega a costarnos la propia
vida este loco hechizo. Los divertimentos actuales de
jóvenes y menos jóvenes, de niños con padres irresponsables,
bajo la escena de los baños de alcohol y drogas, saltándose
la ley y al ordenamiento jurídico en pleno si fuese
necesario, son un claro ejemplo de la mezcla perfecta para
que lo real del drama supere a la ficción una semana y otra
también. Con la doctrina de la ley natural, a la que no hace
falta inyectarle el miedo sancionador de la norma
positivista, la misma naturaleza humana pondría techo a lo
que no es estético, perder el sentido del ser y no saber
estar. Cuestión de conciencia o de vergüenza si quieren.
Los malignos adoctrinadores del miedo campean a sus anchas
por el hábitat, desprecian la vida humana y si alguno
implora la objeción de conciencia, para no seguir el juego,
le ponen un candado en la boca; también queman signos y
símbolos, que son valores de unidad y cultivos de un pueblo,
ahorcando si es preciso a la verdad que los sustenta. Desde
luego, un pueblo que camina con otro pueblo, y éste con
otro, y el otro con éste como es propio en un mundo
globalizado, requiere mentores investidos de legítima
autoridad y de genuina ética, capaces de atajar el mal con
medidas ejemplarizadoras que no tienen porque ser sólo
represivas, han de ser asimismo rehabilitadoras y
habilitadoras de revitalización moral, carácter que se
imprime a la sombra del árbol de la vida.
Bajo un perpetuo temor viven las sociedades adoctrinadas por
el miedo, que cada día son más. Los incendios bélicos, al
igual que todo tipo de violencias, se contagian y máxime en
un mundo crecido en armas y en experimentos atómicos que
ponen en grave peligro toda clase de vida en nuestro
planeta, también la artificial que propugna el controvertido
investigador Craig Venter, involucrado en la carrera por
descifrar el código genético humano. Lo que sí habría que
desentrañar son los negocios sucios que generan este tipo de
ensayos que germinan sin concierto, orden ni ética alguna,
puesto que, en vez de ayudarnos a redescubrir la ley de la
naturaleza que todos llevamos consigo por el hecho de ser
persona en este mundo, nos la ocultan, encumbren y tapan, lo
que en justicia si son fundamentos de una moral universal,
perteneciente al gran capital estético de la sabiduría
humana. Porque, además, la paz no puede darse en la sociedad
humana si primero no se da en los adoctrinadores, sean
gobernantes o vasallos. Bajo esa desesperación muda que es
el miedo, no cabe otro pensamiento que vacunarse contra esa
cruel angustia que produce estar a la expectativa de un mal
que nos puede asaltar en cualquier esquina, a pesar de
tantos agentes de orden para este descomunal desorden de
rompe y raja. Por lo menos, aquí en España, por aquello de
refrendar nuestra hispanidad de raza, pónganos a salvo Sr.
Zapatero, usted que es el inventor de la alianza de
civilizaciones, y que entre el miedo en el seguro como
prestación social. Presupuéstelo, que se le adelantan. Esta
ayudita en el votante, fijo que hace caja de votos.
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