Se ha dicho siempre: si no
perteneces a una cofradía, si no formas parte de un grupo
con quien puedan identificarte, si a cierta edad no se te
conoce pareja, o se descubre que desestimas leer las
esquelas mortuorias de los periódicos es que no eres nadie.
En los tiempos de Maricastaña, los lectores del ABC se iban
directamente a la sección dedicada a contar pelos y señales
de las personas fallecidas. Claro que entonces, como ahora,
resultaba muy difícil que la defunción de los pobres
apareciera notificada en las relevantes páginas del diario
monárquico (A propósito: tendré que preguntar si El Pueblo
de Ceuta sigue cumpliendo con esa labor social de insertar
en sus páginas las esquelas gratis, cuando éstas no
pertenezcan a un encargo de las instituciones).
Recuerdo como en las barberías de antaño, hacerse con el ABC
era más difícil que conseguir leer El Ruedo, El Dígame, El
Ya e incluso Marca. Porque los clientes mientras esperaban
su turno sentían predilección por mirar morbosamente los
recuadros que le rendían homenaje a quienes la habían
diñado. Y, tras el repaso minucioso, llegaba la sentencia:
la muerte nos iguala a todos. Pero no todos, llegado ese
momento, quedaban inmortalizados en las hemerotecas.
Pero, al margen de las esquelas, donde ABC destacaba, en
justa competición con los periódicos anglosajones, era en
los obituarios. Los cuales son un clásico del periodismo. Un
género histórico. Que a muchos periodistas les causaba –y
les sigue causando- recelos escribirlos por superstición:
decían -y dicen- que era un género que permitía lucirse pero
que estaba gafado.
Necrológicas se han escrito muchas, aunque pocas son las que
han conseguido brillar con tanta fuerza como para que los
propios distinguidos, de serles posible, hubieran dado las
gracias por haberles tocado pasar por el último trance de la
vida. Hay una semblanza escrita por César González-Ruano,
dedicada a la muerte de Agustín de Foxá, que es una joya de
la literatura periodística.
Bajo el título de Nacimiento de Agustín de Foxá -escritor,
noble, rico, envidiado, y ninguneada su obra por sus ideas-,
el talento del maestro González-Ruano invita, al menos a mí,
a leer su obituario una y mil veces. Cuando muere escritor y
periodista tan destacado, Jaime Campmany le hace su
obituario correspondiente. Otra necrológica cumbre. Cuarenta
y tantos años después, Raúl del Pozo ganó el premio
González-Ruano al despedir al maestro, Campmany en su hora
final, con Réquiem por el maestro de los epitafios. Otra
inmejorable semblanza.
La muerte de María del Carmen Cerdeira me sorprendió estando
yo de vacaciones. Y, por tanto, me ahorré pasar por el mal
trago de tener que dedicarle el obituario que ella merecía.
Aunque, la verdad sea dicha, las vacaciones fueron la excusa
para evitar el enfrentarme a la tarea de juntar letras a fin
de despedir a una gran mujer. Y no por superstición... sino
porque habiéndome leído, una y mil veces y lo que te
rondaré, morena, las tres semblanzas ya reseñadas, me entró
un canguelo enorme. Tres semblanzas clásicas. Lo cual
significa que nadie las puede mejorar. Por consiguiente,
sólo me queda aplaudir el homenaje que a Cerdeira le han
dedicado sus compañeros socialistas en Madrid.
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