El verano puede ser un tiempo
propicio para adentrarse en el mundo espiritual de la
poesía, en los espejos de la hermosura, tantas veces rotos
por las manos del hombre y misteriosamente retoñados por la
fuerza de la naturaleza. Sin ánimo de caer en un optimismo
hiperbólico, bajo la creencia de que todo es hermoso, puesto
que lo vulgar y repelente te asalta en cualquier esquina
rajándote el alma, seguro que será saludable guardar reposo
donde reposa la hermosura. Pienso que es la mejor manera de
cargar las pilas. Quizás estos versos de Unamuno puedan
darnos alguna orientación. No me resisto a ofrecérselos como
parte del equipaje veraniego: “Con la ciudad enfrente me
hallo sólo, / y Dios entero/ respira entre ella y yo toda su
gloria. / A la gloria de Dios se alzan las torres, / a su
gloria los álamos, / a su gloria los cielos, / y las aguas
descansan a su gloria”. En todo caso, nuestra mayor gloria
no está en la caída, sino en levantarnos cada vez que caemos
y en reparar hermosuras perdidas.
Lo cierto es que ahí sigue perenne la hermosura del mar y de
la tierra, abrazándose en la brisa sideral como si la flor
de la vida fuese el abrazo, también se distingue por su
tacto el sol y la luna jugando a ser poesía en el horizonte,
las almas ocultas y los cuerpos visibles creciendo entre los
jardines del tiempo, la noche y el día glorificando el orden
del universo. ¿Cómo perderse este espectáculo de barcos de
papel en la inmensidad de un océano encarnado de rimas y
ritmos? Si el grado sumo del saber es contemplar el por qué,
la solución al enigma de la nívea hermosura pienso que
radica en el mismo paralelo, en la interioridad del
pensamiento que sueña con el descanso de estos abecedarios
espaciales. Sentarse a descubrir el mar de altos vuelos,
observar los lienzos pintados en el cielo, sentir las
músicas del cosmos al toque de silencio, ascender por los
caminos que irradian poemas, sin duda –lo presiento- ha de
ser como el agua que sacia la sed. Flotando por las aguas de
la vida uno llega a descubrirse marinero y a reconquistar
paraísos olvidados.
Precisamente, entre los muchos libros hay uno que sobresale,
jamás contradicho y que tiene tras de sí una persistente
victoria ganada en todos los campos de batalla del
pensamiento humano, es la hermosa obra del universo. Y lo
admirable de todo este volumen de exploraciones radica en la
constante llamada a apreciar estos hermosos racimos que
flotan por nuestra mirada asombrándonos e impregnándonos de
belleza. Reconocernos en esa relación que existe entre la
hermosura y el orden planetario, empaparse de vidas vividas
y orearse de odios resucitados, es una terapia que aconsejo.
Justamente, la más bella sensación que podemos experimentar
tiene carácter poético. Aquel para quien es extraño este
puro sentimiento, en cierto sentido es un cadáver. ¿Quién no
ha tenido un amor e hizo un poema? Eso es vida. Que como
dijo el poeta: ama y besa, escucha, mira, toca, embriágate y
sueña… Por desgracia, cuando ya no se ama a nadie ni nada,
de bien poco nos sirve tener un figurín serrano; puesto que,
con un corazón helado, la escarcha está servida. Nadie se
libra de esta joya que puede parecer diamante puro y es
granizo. La violencia doméstica, por esencia, es un claro
iceberg de estos cuerpos sin alma que matan la risa y avivan
el llanto.
Quizás todas las culturas actuales necesiten tiempo para que
la búsqueda de la hermosura se haga fontana en la tierra,
frente a los temibles chacales de la libertad que construyen
e instruyen no pensar, no sentir, no soñar. Prefiero los
valores trascendentes de los auténticos poetas, tan
necesarios para el presente de nuestra sociedad adormecida.
Han de abrirse fecundos diálogos para que la verdad tome
espíritu en todas las tertulias, alma que la poesía encierra
por la lucidez de no casarse con ideología mezquina. Urge,
en consecuencia, que la bondad y el amor superen divisiones
y rencores, que los valores del espíritu construyan el
hombre interior, o sea, el hombre que siente la hermosura y
la aspiración a la belleza vitalista como reloj de su
existencia.
En casi todos los países existe un ministerio de cultura,
también oímos hablar con frecuencia de “política e identidad
cultural”; sin embargo, la hermosura, que debieran cultivar
estos gabinetes no llega al pueblo, en parte porque no se le
considera parte activa, parte interesada en definitiva. Es
ruin pensar que el mundo de la cultura son únicamente los
representantes de la literatura, del teatro, de la música,
del cine y de las bellas artes. Pues así es, por desgracia.
Si realmente la concibiéramos como un bien público común y
no como un escaparate trampolín de la política, y realmente
creyésemos que nos hace crecer como personas y que nos
enriquece como ciudadanos, no debiera excluirse a nadie de
ser protagonista. Es el único ministerio que si existe, debe
mantener las puertas y todas sus ventanas abiertas, las
veinticuatro horas del día, por si hay alguien que quiera
servirse de la cultura para elevarse o servirnos el culto a
su cultura para elevarnos. Crecer es algo innato.
La hermosura que gobierna el universo, unido y en conjunto,
puede servirnos como lección de culto. Nadie es más que
nadie y nadie sobra. Ahí está la belleza, esa mística
poética que se precisa para sanamente vivir, siempre
sensible a todo corazón, a todo pensamiento. El espectáculo
de la hermosura debiera ser agua viva ofrecida en todos los
altares bautizados como de cultura. Ya se sabe, siempre que
la autenticidad se torna presencia, levanta el ánimo a las
piedras. Soy de los que piensan, además, que nos hace falta
el hermoso mar porque la tierra está seca, el poético
universo para regarnos la mirada triste, la madurez del
tiempo para considerarnos cultivados. En todo caso, la
hermosura más grande es un injerto de la verdad. Llegar a
ella, por la vía de la poesía, me parece una buena idea para
no descarrilarse y encarrilar la vida bajo los raíles del
cosmos, que baila el mejor vals y esparce los más níveos
perfumes.
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