LLa reciente llamada de Ayman al-Zawahiri a “limpiar el
Magreb Islámico de los hijos de Francia y España”, así como
a recuperar Al Ándalus han vuelto a suscitar el mismo
interrogante de otras ocasiones: ¿realmente hay que tomar en
serio las amenazas de Al Qaida? Esta era la pregunta que un
medio de comunicación dirigía a un miembro de Athena
Intelligence –yo mismo- pocas horas después de que el
lugarteniente de Bin Laden hiciera públicas sus últimas
amenazas. Naturalmente, la pregunta es de máxima relevancia
hoy, como seguirá siéndolo en los próximos años. Por
supuesto, su contestación habrá de ceñirse a las evidencias
y los indicios más fiables de los quepa disponer en cada
momento sobre la naturaleza del fenómeno Al Qaida.
Especialmente habría que tener en cuenta la cantidad y
calidad de los recursos operativos de que disponga dicha
organización, su ubicación y extensión territorial, el
estado y la amplitud de sus vínculos con otros grupos
terroristas y, por último, pero no por ello menos
importante, el impacto de sus comunicados y su propaganda
sobre los activistas y simpatizantes más o menos autónomos
de la causa yihadista global.
Lo que hoy podemos apuntar al respecto se deduce de algunos
informes elaborados en los últimos meses por varios
integrantes de Athena Intelligence, así como de otros muchos
análisis públicos y privados de todo el mundo. Aunque no
existe un pleno acuerdo entre los expertos sobre la magnitud
real de la actual Al Qaida en cuanto a sus capacidades
operativas, no hay motivos para desdeñar ninguna de sus
amenazas ni para poner en duda su liderazgo sobre el llamado
movimiento yihadista global en términos de influencia
ideológica, estratégica y táctica.
En consecuencia, y respondiendo a la pregunta anteriormente
planteada, hoy por hoy podría afirmarse que las últimas
alusiones de los líderes de Al Qaida a España y Al Andalus
deben ser tomadas muy en serio (como acaba de apuntar el
ministro de Defensa, José Antonio Alonso), tanto más cuanto
dichas amenazas no son excepcionales sino reiteradas, hasta
el grado de haberse convertido en una especie de obsesión
para el propio Al Zawahiri.
Ahora bien, una vez asumida la verosimilitud y el riesgo
implicados en aquellos comunicados yihadistas que señalan a
objetivos, tropas y territorios españoles, tal vez fuera
conveniente plantear otras preguntas. Por ejemplo, una
cuestión que rara vez se discute en medios públicos y
periodísticos es la de si la sociedad española, su gobierno
y sus principales instituciones están realmente preparados
para reaccionar con prudencia, eficacia y tacto a la noticia
de uno o varios atentados yihadistas perpetrados en suelo
español (ya fuera en Ceuta, Melilla o en algún lugar de la
península).
Desde luego, no se trata de una pregunta fácil de responder.
Al fin y al cabo lo que se solicita es un pronóstico sobre
una serie de reacciones que estarían sujetas a la influencia
de múltiples variables. Pero permítanme hacer un poco de
psicología para encuadrar un principio de respuesta. Si
tomáramos por bueno un viejo adagio muy querido por muchos
psicólogos, según el cual el mejor predictor de la conducta
futura es la conducta pasada (por ejemplo, la constada
durante el 11-M), deberíamos anticipar que la tragedia de un
nuevo atentado terrorista podría acarrear para España los
peores efectos emocionales y sociopolíticos.
Es decir, según este enfoque y dejando aparte las lógicas
respuestas de estupor, indignación y dolor, la producción de
uno o varios ataques terroristas, especialmente si
implicaran altas dosis de espectacularidad y letalidad (como
en el caso de las operaciones suicidas), tenderían a desatar
nuevos efectos de polarización social y enfrentamiento
político, precisamente en aquellos momentos en los que la
cohesión y la unidad nacional resulta más importante.
La buena noticia es que la regla que sirve de premisa al
pronóstico anterior no es perfecta y cuanta con muchas
excepciones. La conducta futura no siempre es una mera
réplica de la conducta pasada, sino que los seres humanos
somos capaces de aprender nuevas formas de reaccionar ante
acontecimientos semejantes a otros ya antes vividos. Luego
una nueva serie de atentados similares a los perpetrados en
marzo de 2004 podrían generar respuestas sociales e
institucionales diferentes a las de entonces.
No obstante, para que esas reacciones futuras resultaran
efectivamente distintas habría de cumplirse la condición de
que los nuevos atentados fueran percibidos desde esquemas
muy diferentes a los que guiaron la interpretación más o
menos espontánea que no pocos dirigentes políticos y gran
parte de la población española dieron a los atentados del
11-M.
Como es bien sabido, muchos españoles tomaron aquellos
ataques como una consecuencia poco menos que natural del
apoyo del presidente Aznar a la guerra de Irak, lo cual
ayudó a transferir culpas y responsabilidades por los
atentados al gobierno y permitió el triunfo electoral del
PSOE. Por supuesto, quien esté mínimamente familiarizado con
el problema yihadista y con su evolución antes y después del
año 2004 sabe perfectamente que sus causas van mucho más
allá de factores como la eventual implicación de uno u otro
gobierno en la guerra iraquí. Sin embargo, no está nada
claro que el grueso de la población española haya adquirido
una visión más completa y coherente sobre la naturaleza de
la amenaza yihadista que se cierne sobre nosotros. Según un
reciente informe del Real Instituto Elcano, la mayoría de
los españoles se declaran muy conscientes de la gravedad de
la citada amenaza pero al mismo tiempo no creen muy probable
que España pueda ser objeto de un nuevo atentado yihadista.
Años después del suceso continúan atribuyendo el 11-M a la
guerra de Irak pero asimismo contemplan el fanatismo
religioso como la principal causa del terrorismo desplegado
por extremistas islamistas en todo el mundo. Además, la
mayoría de los españoles parecen dar una credibilidad
distinta y muy superior a los discursos que amenazan Ceuta y
Melilla, lo que sugiere la persistencia de algunos
prejuicios sobre nuestras dos ciudades norteafricanas y
cierta ignorancia respecto a las numerosas operaciones
policiales llevadas a cabo en territorio peninsular contra
elementos yihadistas.
Por otra parte, no puede decirse que los debates políticos y
mediáticos sobre asuntos de terrorismo de los últimos años
hayan sido muy pedagógicos. Desde el Gobierno se ha venido
recordando periódicamente la relación entre el 11-M y la
guerra de Irak para desacreditar a la oposición, se ha
promovido el uso de expresiones eufemísticas como
“terrorismo internacional” que oscurecen en el origen y el
sentido de la amenaza yihadista y se han lanzado propuestas
rimbombantes como la proclama para una “alianza de
civilizaciones” que, dejando aparte su nula operatividad, no
dejan de sugerir también la existencia previa de un falso
choque de civilizaciones, del que los europeos deberían
sentirse culpables y al que cabría atribuir el origen del
terrorismo islamista. Entre tanto, algunos medios de
comunicación críticos con el gobierno han insistido en
mantener viva la llama de una teoría conspirativa que
sugería la autoría de ETA en el 11-M, así como la posible
implicación de elementos de las fuerzas de seguridad
españolas, incluso de servicios de inteligencia extranjeros,
en la comisión de esos ataques terroristas o, cuando menos
en la ocultación de importantes hechos y datos asociados con
la investigación de esos atentados. Aparte de poner en duda
la profesionalidad de nuestros servicios judiciales y
policiales, lo que podría alimentar la expectativa de
futuros fraudes en la gestión de sucesos semejantes a los
del 11-M.
Los anteriores argumentos permiten sospechar que la
ciudadanía española podría reaccionar de manera poco
unitaria si tuviéramos la desgracia de padecer un nuevo
ataque yihadista en nuestro territorio, un efecto que podría
tener graves consecuencias si esa disparidad de reacciones
se extendiera a la clase política y a los medios de
comunicación. Una primera forma de prevenir esta posibilidad
pasaría por evitar los errores de diagnóstico y actuación
suscitados por los atentados de marzo 2004. En consecuencia,
a las autoridades y la oposición políticas cabría exigirles
que reaccionen con entereza y unidad, evitando aprovechar el
terrorismo con fines electoralistas o demagógicos y
activando todos los dispositivos institucionales y
ciudadanos necesarios para atender a las víctimas (el único
aspecto que no falló durante la gestión del 11-M) y para
descubrir, detener y encausar a los autores materiales e
intelectuales del posible pero indeseable atentado.
Asimismo, y con respecto a la gestión de la amenaza a medio
plazo, las autoridades políticas deberían tomar muy en
consideración el carácter global de dicha amenaza y evitar
tomar decisiones apresuradas que no perjudiquen la capacidad
de afrontamiento de otros países aliados o amenazados (por
ejemplo, decisiones relativas al movimiento o la retirada de
tropas españolas directa o indirectamente implicadas en la
lucha contra facciones yihadistas). Por su parte, los medios
de comunicación y la ciudadanía deberían evitar caer
igualmente en cualquier de los errores antes señalados, como
reaccionar a nuevos los atentados sembrando la desconfianza
respecto a su gestión gubernamental, culpabilizar al
gobierno (o a la oposición política) por dichos actos
criminales, o exigir a las autoridades una cantidad y una
calidad de información relativa a la investigación de esos
actos que no esté disponible o que ponga en riesgo la
eficacia de la reacción policial.
(*) El autor, ceutí, es miembro de la red de investigación
avanzada en insurgencia y terrorismo yihadista compuesta por
especialistas procedentes del mundo académico, de las
Fuerzas Armadas y de las agencias de seguridad españolas
‘Athena Intelligence’, que tiene entre sus objetivos
favorecer la investigación compartida y multidisciplinar del
fenómeno yihadista y elaborar y difundir trabajos analíticos
y de carácter científico.
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