Desde las arcas del poder
político, un puchero que echa humo electoral como nunca,
creo que se cultiva una política de ojos cerrados en lugar
de una mirada abierta, capaz de acercarnos y de ver la
auténtica necesidad de sus ciudadanos. No hace falta ser
ningún lucero ni lumbrera, para advertir el gran caudal de
desheredados que se suman a diario a la nómina de mendigos,
porque la mendicidad de acogida y asistencia es el mayor de
los reclamos y el mayor de los desprecios, en un mundo de
ricos que ha reducido su existencia a tres cosas: la riqueza
como signo de distinción, el honor jerárquico y el placer,
aunque sea aplastando al indigente. Todo lo contrario a la
vida que Salinas alabó a los altares: “Para vivir no
quiero/islas, palacios, torres…Te quiero pura, libre/
irreductible: tú”.
De la cuna al ataúd se producen crecientes injusticias que
no cesan. Al necesitado nadie quiere verle, cruzamos de
acera y adelantamos el paso. Lo que pasa es que se ha
perdido el amor por el ser humano como cultivo primario y
primero. Por eso, su llamada es inoportuna y nadie quiere
escucharle en el enjambre de idas y venidas. En efecto, no
se trata solamente de dar lo que nos sobra, aquello
superfluo o unos céntimos para acallar el campanario de
nuestra conciencia, sino de ayudar a que entren en la
colmena del desarrollo económico y humano. Esto será
posible, claro que será viable, con otros cultivos que nos
cambien el estilo de vida, que expandan la alegría de vivir,
bajo otras políticas que sean en verdad solidariamente
sociales al bien común.
Bien podrían los presupuestos de todas las administraciones
avivar otros cultivos que no sea la mera subvención, por
ejemplo, el entusiasmo por salir adelante ofreciendo
trabajo, haciéndolo valer como derecho y deber. Es cierto
que las partidas presupuestarias suelen distanciarse de la
economía solidaria años luz, entre otras cosas, porque
sentir la pobreza ajena como propia no es un valor que
cotice. Hay que ir más allá de las buenas intenciones de las
migajas, no quiero un Estado limosnero, sino un Estado que
priorice los gastos siempre a favor de la persona. Las
infraestructuras pueden esperar, los marginados no. El
trabajo estable y justamente remunerado posee, más que
ningún otro auxilio, poder respirar por si mismo,
realizarse, que es a lo que aspira toda persona.
Ya me gustaría que los cultivos de mi tierra, estimularan el
camino de integración de los marginados al cien por cien. Es
posible. Sólo hace falta concentrar esfuerzos en una
constelación de perseverancias, de honestidad y
laboriosidad. Que en ese incentivar la productividad y el
crecimiento, por ejemplo, entren los excluidos del sistema
por la puerta grande. En cualquier caso, si puede ser que
todos los ciudadanos, sin distinción territorial, aspiren a
mejores prestaciones y servicios, a más calidad de vida, es
una simple cuestión de reparto equitativo universal. Se
tiene lo que se tiene y se reparte porque la riqueza existe
para ser compartida por todos, sin exclusiones. España puede
esforzarse aún más en llevar a buen término proyectos
económico-sociales, con presupuestos menos politizados, más
debatidos y consensuados. Vale la pena el esfuerzo,
ganaremos una sociedad más justa y perderemos censo de
pobres.
|