He seguido con atención el juicio
celebrado contra el ex delegado del Gobierno, Luís
Vicente Moro; el ex comisario jefe de la Policía,
Alejandro Valle y el jefe de prensa de la Delegación del
Gobierno, Roberto Franca. Pero jamás tuve la osadía
de hacer el menor comentario al respecto. Por más que en las
ciudades pequeñas, y Ceuta lo es, a pesar de tener problemas
de urbe grande, uno suele participar en conversaciones donde
salen a relucir comentarios que bien podrían merecer
atención para quien escribe.
En este caso, hablo de conversaciones mantenidas, años
atrás, cuando yo accedía a ciertos despachos, de higos a
brevas, pero que resultaban muy sabrosas. Recuerdo una en la
cual se me pedía que hablase de los errores que podría haber
cometido Juan Vivas, durante su época de funcionario
y, sobre todo, como directivo de la Agrupación Deportiva
Ceuta. Recuerdo otra donde se me alentaba a tirarle al
degüello a Jesús Fortes. Y no faltó la que se me incitaba a
hacerle pasar un mal trago a José Luís Morales.
Me hicieron otras muchas más propuestas de esa índole con el
único objeto de meterle las cabras en el corral a quienes
interesaba convencer de que tenían que someterse a la
voluntad de cualquier cacique trasnochado. Me consta que
ante mi negativa a colaborar en trabajo tan indigno, se dijo
de mí que yo era un tipo aferrado a mi poca independencia y
que no había manera de conquistarme para realizar trabajos
de alcantarillas.
Aunque bien pronto se fijaron en otras personas, llenas de
ambiciones y deseosas de medrar, cuya entrega al servicio de
los deseos del cacique de turno, no admitiera discusión. Y
de entre ellas surgió la que durante mucho tiempo sirvió
para contar las desgracias ajenas de los cargos que le
venían ya dictadas. Y de ese modo el cacique, el gran jefe,
les zurraba la badana a sus subordinados de manera indirecta
y desde la plaza pública. Sin quemarse ni mancharse lo más
mínimo. Al menos así lo creía él. Un juego que tenía tantas
dosis de suciedad como de peligro.
Y cuando a mí se me contaba, por parte de quien se sentía
ufano de jugar a esa especie de ruleta rusa, lo bien vista
que estaba la persona que él había colado en las redes del
poder, siempre le respondía lo mismo: día llegará en que se
arme la marimorena. Y habrá personas que sufran las
consecuencias desgraciadas de una forma de actuar que
terminará desembocando en tragedia.
Todo ello lo he pensado durante la celebración de ese juicio
cuya sentencia se ha conocido ayer. Una sentencia que me ha
producido una enorme satisfacción porque se ha hecho
justicia con un juez a quien admiro. Y, desde luego, porque
mi afecto por Fernando Tesón es evidente, desde que
nos presentara un amigo común un día de hace ya muchos años.
No obstante, las desgracias ajenas siempre me causaron el
trastorno consiguiente. Y no cabe la menor duda de que los
condenados estarán pasando su particular quirinal. El vía
crucis correspondiente. Aun no siendo la sentencia en firme
y pudiendo recurrir al Tribunal Supremo.
Pero lo peor, de todo este asunto, está en la muerte de
Elena Sánchez. La cual, desde que se vio implicada en
algo tan feo, jamás consiguió vivir tranquila. Le pudo el
miedo a tenerse que sentar ante los hombres de las puñetas
en la bocamanga. Y la incertidumbre le rompió el corazón.
Muerte súbita…
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