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OPINIÓN - SÁBADO, 22 DE SEPTIEMBRE DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

Libelos en la sede
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Me ponen al tanto de algo que viene ocurriendo en el Partido Popular. Le presto la atención debida. Le doy el crédito merecido por la persona que me habla. Luego, hago lo de siempre en estas situaciones: archivo en la alacena de la memoria el comentario, en sitio adecuado a la importancia que yo le conceda, y cuando lo creo conveniente, lo aireo en plaza pública o bien dejo que lo que me han referido pierda actualidad y, por tanto, pase a engrosar la lista de las informaciones caducadas.

Debo confesar, sin embargo, que en esta ocasión lo sabido en relación con las intrigas que, según mi comunicante, se vienen sucediendo entre gran parte de la militancia popular, me ha servido para recordar el papel que desempeñaban los casinos de los pueblos durante la posguerra. Raro era el pueblo que no tenía casino. Y en algunos había hasta dos. Solían llamarlos el Mercantil y el Labrador. Con lo cual la distinción de clases era un hecho evidente.

Las dependencias de los casinos servían para todo. En ellas tenían cabida el ocio, en general; se resolvían negocios importantes con un simple apretón de manos; se jugaba a los juegos de azar, donde los tiesos se tenían que conformar con exponer la invitación, mientras los potentados ponían por delante la pasta gansa que nunca se les acabaría. Tampoco faltaban las reuniones culturales, las celebraciones festivas, las murmuraciones, los sablistas y los ricachones dispuestos siempre a conocer qué hembra podían agenciarse, tras las confidencias del celestino de turno. Y, desde luego, raro era el casino en el cual faltaba el tonto predilecto de la sociedad.

Dicho ello, y anticipando que lejos de mí está el comparar las sedes de los partidos, de cualquier partido, con los casinos de antaño, es bien cierto que las susodichas sedes juegan un papel importante en la vida diaria de los partidos políticos. Son, sin duda, la casa común de los afiliados y lugar donde éstos pueden disfrutar de la posibilidad de compartir charla con quienes ocupan cargos destacados. Relacionarse con ellos y sentirse, pues, parte importante del funcionamiento de una agrupación de personas con las mismas ideas políticas.

Pero hay más: en esas sedes, al margen de relacionarse con los compañeros más afines, existen para ellos la oportunidad de conversar con el mandamás. Y, en cualquier momento, poderle recordar el tiempo que uno lleva puesto en la cola de las peticiones. En una palabra, preguntarle qué hay de lo mío… o bien refrescarle la memoria con lo mucho que la niña necesita el empleo prometido o que no se olvide de que Manolito ha finalizado Derecho y está sin trabajo.

El mandamás del PP tiene nombre y apellidos: se llama Pedro Gordillo. Ello es una verdad que no necesita demostración. Lleva ya muchos años siendo un personaje todopoderoso en el partido. Y, por si fuera poco, ahora lo es también en el equipo gobernante. Pero, al parecer, sus muchas obligaciones en el edificio de la plaza de África, le han hecho olvidarse de que existe la sede situada en la calle del teniente Arrabal. Un error mayúsculo. Pues en los casinos, perdón, en las sedes, cuando quien manda desaparece, aunque sólo sea una temporada, se le amotinan los afiliados y hasta les da por imprimir libelos.
 

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