Me ponen al tanto de algo que
viene ocurriendo en el Partido Popular. Le presto la
atención debida. Le doy el crédito merecido por la persona
que me habla. Luego, hago lo de siempre en estas
situaciones: archivo en la alacena de la memoria el
comentario, en sitio adecuado a la importancia que yo le
conceda, y cuando lo creo conveniente, lo aireo en plaza
pública o bien dejo que lo que me han referido pierda
actualidad y, por tanto, pase a engrosar la lista de las
informaciones caducadas.
Debo confesar, sin embargo, que en esta ocasión lo sabido en
relación con las intrigas que, según mi comunicante, se
vienen sucediendo entre gran parte de la militancia popular,
me ha servido para recordar el papel que desempeñaban los
casinos de los pueblos durante la posguerra. Raro era el
pueblo que no tenía casino. Y en algunos había hasta dos.
Solían llamarlos el Mercantil y el Labrador. Con lo cual la
distinción de clases era un hecho evidente.
Las dependencias de los casinos servían para todo. En ellas
tenían cabida el ocio, en general; se resolvían negocios
importantes con un simple apretón de manos; se jugaba a los
juegos de azar, donde los tiesos se tenían que conformar con
exponer la invitación, mientras los potentados ponían por
delante la pasta gansa que nunca se les acabaría. Tampoco
faltaban las reuniones culturales, las celebraciones
festivas, las murmuraciones, los sablistas y los ricachones
dispuestos siempre a conocer qué hembra podían agenciarse,
tras las confidencias del celestino de turno. Y, desde
luego, raro era el casino en el cual faltaba el tonto
predilecto de la sociedad.
Dicho ello, y anticipando que lejos de mí está el comparar
las sedes de los partidos, de cualquier partido, con los
casinos de antaño, es bien cierto que las susodichas sedes
juegan un papel importante en la vida diaria de los partidos
políticos. Son, sin duda, la casa común de los afiliados y
lugar donde éstos pueden disfrutar de la posibilidad de
compartir charla con quienes ocupan cargos destacados.
Relacionarse con ellos y sentirse, pues, parte importante
del funcionamiento de una agrupación de personas con las
mismas ideas políticas.
Pero hay más: en esas sedes, al margen de relacionarse con
los compañeros más afines, existen para ellos la oportunidad
de conversar con el mandamás. Y, en cualquier momento,
poderle recordar el tiempo que uno lleva puesto en la cola
de las peticiones. En una palabra, preguntarle qué hay de lo
mío… o bien refrescarle la memoria con lo mucho que la niña
necesita el empleo prometido o que no se olvide de que
Manolito ha finalizado Derecho y está sin trabajo.
El mandamás del PP tiene nombre y apellidos: se llama Pedro
Gordillo. Ello es una verdad que no necesita demostración.
Lleva ya muchos años siendo un personaje todopoderoso en el
partido. Y, por si fuera poco, ahora lo es también en el
equipo gobernante. Pero, al parecer, sus muchas obligaciones
en el edificio de la plaza de África, le han hecho olvidarse
de que existe la sede situada en la calle del teniente
Arrabal. Un error mayúsculo. Pues en los casinos, perdón, en
las sedes, cuando quien manda desaparece, aunque sólo sea
una temporada, se le amotinan los afiliados y hasta les da
por imprimir libelos.
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