Don Manuel Alcántara Majahonda es un hombre apuesto, de unos
38 años, casado con una bella malagueña y padre de un chico
de unos 12 años, Manolito. Con sus gafas de concha, su traje
gris, su trato, su manera de hablar y andar, en fin todo su
ser da a entender que es, por lo menos, maestro.
Efectivamente es maestro, más aún, es el director y
propietario de la escuela que está en la calle Sargento Mena
y que tiene por denominación Nuestra Señora del Valle. Don
Manuel Alcántara Majahonda suele levantarse una hora y media
antes que los demás inquilinos de la casa, se asea y espera
a que su señora le sirva el desayuno cotidiano que consiste
en un gran tazón de leche con trozos de pan. No toma café,
lo aborrece. Cuando sale de la casa suele encontrarse,
después de bajar por las escaleras al siguiente piso, con el
guardia que siempre recorre la calle Real y con el que
charla de temas de actualidad y otros temas sacados de los
periódicos del día anterior. Hay días en que don Manuel
Alcántara Majahonda sale mucho antes. Esos días son los
mejores, nada de compañía y mantiene su atención concentrada
en la tarea que le espera en la escuela. No así cuando le
acompaña el guardia a quién aprecia, pero que a veces se
pone muy pesado con el tema municipal. Don Manuel Alcántara
Majahonda se acaba de despedir del guardia y entra en la
bodega Monóvar donde su propietario el señor Marcelino,
interrumpiendo la labor que lleva haciendo desde las 6 de la
mañana, le entrega los dos paquetes de tabaco “Marlboro” que
don Manuel suele fumar diariamente después de saludarle como
siempre con un escueto “Hola Manolo”. Don Manuel Alcántara
Majahonda suele andar, hasta su escuela, por la calle Real
hasta la plaza de los Reyes donde adquiere, en el quiosco de
Bartolo, el único diario de la ciudad: “El Faro”, desciende
luego por Millán Astray para girar por General Aranda hasta
la calle donde se encuentra su escuela y a la que llega
puntualmente a las 8:30. No abre sus puertas al alumnado
hasta las 9:30.
Sara Borau Ramos acaba de llegar a la Plaza de Azcárate, se
ha cruzado con un conocido guardia urbano al bajar el último
tramo de Canalejas y cruzar la calle Real. Se acerca al
quiosco ubicado en el lado derecho de la popular plaza según
se ve desde la calle Real, quiosco regentado por Cristóbal
semiparalítico de las piernas no se sabe porqué. Sara
acostumbra a leer las portadas de los diarios y de las
revistas, expuestas por todo el quiosco como ropa tendida
para secar, sin tocarlos. ¡Buenos días, Sara! Buenos, don
Cristóbal. ¿Qué tal su señora madre? Muy bien, ahora mismito
está en Los Remedios como cada día. No falla ¿eh?, buena
señora es. Y que lo diga sara, gracias.
Conversación efímera y banal que suele ocurrir cada día. El
quiosquero sabe que Sara jamás le comprará nada, conoce la
historia de su difunto marido como el que más. Todas, pero
todas las noticias de prensa las lee sentado en la cómoda
silla del interior del quiosco mientras va vendiendo los
productos, variados productos, a los clientes de toda la
vida y otros que no conoce de nada. Cristóbal Buenacasa
Ferrán es un hombre de unos 29 años, bastante alto y de
semblante agradable. Recorre cada día, muy temprano, el
camino que va de su casa en la calle del Teniente Pacheco
hasta su quiosco. Invariablemente acompaña, cada día, a su
anciana madre a la iglesia de Los Remedios subiendo la calle
del Teniente Arrabal. Luego se encamina, ayudado por dos
muletas, por la calle Real abajo, tomándose un café en el
bar “El Nieto” y charla un rato con su propietario Ramón de
temas de actualidad. Cuando llega al quiosco paga una peseta
al gitanillo que le guarda los periódicos y revistas que
Rafa, el repartidor de prensa, deja amontonados delante de
la puerta de acceso. El misterio de ese gitanillo, de unos
diez años aparentemente, capaz de levantarse a tempranas
horas y del que nadie, ni mucho menos Cristóbal, sabe nada
ni de qué familia es, es mucho misterio. Pero ahí está,
puntual como el que más y nadie se ha preocupado de
preguntarle cosas de su vida, aunque por cierto más valía no
hacerle preguntas porque, tenazmente, el gitanillo suele
responder con un “¡a ti que te importa!”
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