Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios,
la situación real.
Sara Borau Lagos es una mujer ya anciana, viuda de un
sargento de la legión que murió en un tonto accidente de
tráfico: se estampó con su moto contra una de las palmeras
del Paseo de las Palmeras.
Sara Borau Lagos vive en una de esas casas de dos plantas,
construidas en los años 50 por aquel organismo del yugo y
las flechas, de la calle Sevilla. No ha tenido hijos y vive
de su exigua pensión de viudedad, aunque a decir verdad le
basta y sobra. Sale cada día de su casa a una hora fija,
temprano, y encamina sus pasos a la plaza de Azcárate, en
cuyo mercado suele adquirir las viandas para su cotidiano
condumio. Toma siempre el atajo de la calle Sevilla con la
calle Canalejas bajando las empinadas, resbaladizas y sucias
escaleras. Suele coincidir con una bella mujer joven que
sale del edificio sobre el que se empareda la escalera.
Siempre le ha extrañado la característica de ese edificio:
su escalera sobre la fachada, su escalera lateral del oscuro
callejón y el acceso trasero. Sara Borau Lagos está más que
harta de escaleras. - Ahí va toda cimbreante – Sara Borau
Lagos siente una sana envidia de la chica, sabe
perfectamente que su propio cuerpo ya no es, desde hace
mucho, lo que fue. Mientras sigue los pasos de la chica, que
se aleja cada vez más, piensa en tiempos pasados y sobre la
vida que ella misma ha tenido, como todos los días.
Eduardo Gómez Cebollero acaba de ser despertado por su
tremenda mujer, Ana García Escudero. Eduardo Gómez Cebollero
vive en un edificio de la calle Ramón y Cajal, cerca de la
confluencia con Canalejas. Es guardia, guardia urbano de
porra y casco, de esos de los de antes, muy conocido y
respetado. Es un hombre de unos 45 años, de tipo medio,
vulgar, un poco calvo, algo rechoncho por la parte que
acostumbra a almacenar lo que traga, de piernas un poco
zambas como si hubiera montado a caballo toda su vida,
aunque no haya visto más caballos que los del ejército y eso
de vez en cuando de manera muy espaciada.
Eduardo Gómez Cebollero mira con rabia a su corpulentamente
obesa, desgreñada y maloliente esposa. Aunque en el fondo
sabe que gracias a ella suele ser puntual en su presentación
ante el jefe que le asigna las tareas del día. Mira con
rabia a su media naranja, que en este caso es media sandía
según le sale de las mientes, y se levanta perezosamente de
la cama después de apartar las sábanas. Eduardo suele pasar
su buena media hora aseándose, hurgándose las orejas y la
nariz, limpiándose los dientes y los huecos de los ausentes
con los restos de pasta “Colgate” que quedaban en el tubo de
hojalata, afeitándose y luchando contra el erial que tiene
como cabeza con su arma más poderosa pero a veces inútil: el
peine. Eduardo Gómez Cebollero trata de arreglar los escasos
cabellos que tiene de manera que tapen un poco los curvos
desiertos de la coronilla y de la frente, separados por el
milagroso oasis que se prolonga por ambos lados de las
sienes y compuesto por ralos cabellos grisáceos con algunos
pespuntes de pelos negros. Casi siempre tiene que claudicar
y dejar que su calva sobresalga con todo el esplendor de una
piel blanca en excesivo contraste con el resto de la cabeza.
Cuando tiene ocasión y le sobra algunas pesetillas adquiere
un tarrito pequeño de ese fijador verde y oloroso de textura
muy parecida a la crema de membrillo con el que consigue
“clavar” sus ralos pelos en las zonas despobladas a fuerza
de plancharlos con el peine. Eduardo Gómez Cebollero
desayuna, lo que su mujer le ha preparado, sin prisas pero
sin pausas. Toma su café, hecho con maltas molidas, con
parsimonia mientras otea el horizonte desde el balcón de su
casa. Horizonte que no es más que las casas y calles que
rodean a la suya. Ve descender por la calle Canalejas a la
chica que siempre le ha gustado y a la que conoce desde que
ella comenzó a andar, aguarda a que la chica tome la redonda
curva que la dirigirá, invariablemente, a la calle Real y
mira embelesado las no menos redondas curvas de sus nalgas,
aunque unos pasos más abajo pierde nitidez, esforzando su
vista y vigilando a la vez que su señora no se asome y
descubra el motivo por el que siempre toma el café en el
balcón.
Eduardo Gómez Cebollero sale de su casa, vestido con su
pulcro uniforme de guardia y con la porra debidamente
introducida en la correspondiente funda sujeta al ancho
cinturón. En el rellano se encuentra con don Manuel
Alcántara Majahonda, el vecino del segundo segunda, encima
mismo de su vivienda. Buenos días tenga Vd. don Eduardo Muy
buenos los tenga, don Manuel
Bajan juntos las escaleras relativamente anchas y salen a la
calle. Caminan emparejados un trecho Canalejas abajo hasta
que llegan a la altura de la bodega Monóvar donde se
introduce don Manuel después de despedirse del guardia con
un hasta luego.
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