Estuve en El Puerto a mediados de
agosto. Toreaba José Tomás y unos amigos me invitaron a
verle en la plaza que inmortalizó Joselito con célebre
frase...
Pasada esa hora vaga de mediodía, nos dimos una vuelta por
el hotel Santamaría. Establecimiento donde se suelen vestir
muchos toreros. Efectivamente, allí estaba alojado Manuel
Jesús “El Cid”. El cual, junto con Finito de Córdoba,
compartía cartel con el ya mítico torero de Galapagar.
Con el aperitivo por delante, y enfrascados en hablar de
nuestra niñez y demás cuestiones entre amigos crecidos en el
mismo barrio, caímos en la cuenta de cómo un niño corría por
el salón de estar del hotel, tratando de esconderse de
alguien que lo andaba buscando. De pronto apareció El Cid:
padre de la criatura con la que jugaba al escondite. Las
risas cascabeleras del crío divirtiéndose con su famoso
progenitor, nos puso a todos de acuerdo: padre e hijo
estaban dándole una larga cambiada a la tradición; esa
costumbre trágica de que el torero esté recogido en la
habitación, rodeado de imágenes y sometido a las devoterías
y rezos.
Tamaña normalidad, en alguien que horas más tarde se tenía
que enfrentar con la enorme responsabilidad de lidiar y
estoquear dos toros, nos alegró a todos y a punto estuvimos
de pedir ya las orejas para el torero nacido en Salteras.
Con el comentario agradable de lo presenciado aún en la
boca, cruzamos la calle y tras andar lo mínimo nos
adentramos en Casa de Eugenio: restaurante donde se habían
dado cita artistas y famosos llegados desde todos los
rincones de España y que acuden a cada actuación de José
Tomás por si acaso… es la última oportunidad que tienen de
verlo.
He aquí, dijo uno de nosotros, el reverso de la fiesta.
Tomás lleva el drama consigo y lo contagia. El Cid, en
cambio, procura ahuyentar la muerte inyectándose savia
infantil de sus propios genes. Fue entonces, tras ese
comentario andaluz ciento por ciento, cuando otro miembro de
la reunión me preguntó por José Antonio Rodríguez. Y le
respondí que ya no era viceconsejero de Turismo.
Que lo habían nombrado consejero de Gobernación. Y la
contestación fue tan rápida como certera: “Ya me extrañaba a
mí que este hombre careciera de tacto y de saber estar como
para olvidarse de invitar a los políticos del Grupo
Independiente e incluso del PP, de nuestra tierra, a la
Feria de Ceuta”.
Quien así hablaba, con serenidad y sin ser doliente de la
carencia de estilo demostrada por los gobernantes ceutíes,
había vivido intensamente la entrega exhibida por las
autoridades de El Puerto de Santa María con el séquito que
acompañó a Juan Vivas durante la inauguración de las Fiestas
de la Primavera y del Vino Fino, dedicadas a Ceuta.
Durante algunos segundos me pudo el silencio producido por
una crítica justa. Carraspeé cuanto me fue posible. Incluso
noté el trallazo del sonrojo calcado en los pómulos. En una
palabra: pasé vergüenza ajena. Menos mal que otro amigo, al
darse cuenta de mi estado de ánimo, intervino a tiempo
contando el chiste de guardia para sacarme del apuro. Del
apuro de una mala caja solían salir también algunos
establecimientos con la llegada de los visitantes del
sombrerito. A ver quién es el guapo de Turismo que se pone
ahora a contarles un chiste a los dueños de los
restaurantes.
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