Estos días, que estoy pasando en Catalunya, conlleva una
fuerte carga de estrés que ni siquiera la he notado en mi
ciudad natal durante los dos meses y pico en que me he
quedado allá.
Para comenzar, en mi visita a la empresa donde pasé treinta
largos años, para solicitar algunos documentos necesarios,
me llevé dos sorpresas inesperadas. Una de ellas, luctuosa,
es el fallecimiento de quién fue el ordenanza de mi planta;
un ordenanza fiel y cumplidor donde los haya que me acompañó
en bastantes años.
Juan Azabal, de 59 años, extremeño, natural de Zarza de
Granadilla pero catalán de adopción y bastante convencido de
ello, murió con las botas puestas mientras tomaba un café en
el bar de enfrente de las oficinas de la empresa. Le quedaba
poco menos de un mes para tomar las de Villadiego como
jubilado parcial, como menda, y se quedó para siempre a las
puertas del plan de jubilación sin llevarse consigo ni medio
céntimo de los euros que le correspondía. Que descanse en
paz.
La otra sorpresa, ésta desagradable, es que aún andan pillos
sueltos en las áreas municipales de todo el mundo, mundo
catalán en particular y español en general al menos, que se
presentan como cazadores oportunistas de posibilidades
onerosas sin cuento. De manera que puedan sacar tajadas del
presupuesto municipal de transportes en su apartado de
previsión para seguros de accidentes. Uno de los directivos
de la empresa, alto cargo pues, aprovechó la coyuntura de un
accidente entre su coche y un autobús. El hombre actuó de
forma irregular, ya que comunicó de forma no reglamentaria
el incidente. El alto cargo puso en el parte de accidente y
como responsable del choque un número de autobús y el nombre
de un conductor que no tenía conocimiento del suceso. De
hecho, se inventó los datos aunque tampoco se ha demostrado
que aquel autobús no fuera el implicado. Esta acción le ha
costado un mes de empleo y sueldo. Poca cosa si suponemos
que es una acción fraudulenta penada por la Ley.
Acabo las gestiones en la empresa y me largo preguntándome
cuantas más cosas podrían haber pasado desde que me jubilé
parcialmente allá en el mes de julio.
Un poco traspuesto por esas dos noticias, me enfrento a otra
no menos luctuosa: uno de mis mejores amigos de las largas
temporadas de pesca en el Delta del Ebro, Ángel Reguera,
acaba de palmarla de un ataque cardíaco o algo por el
estilo. Tenía poco más de 63 años y aunque su corazón ya
estaba bastante parcheado, la última vez que navegué con él,
fue poco antes de venirme a Ceuta, lo encontré como un toro.
Ahora su lancha yace atracada en el embarcadero de L’Ampolla
(Delta del Ebro, Tarragona), esperando en vano hacerse a la
mar.
Ya ven Vds. queridos e hipotéticos lectores, que la vida no
resulta ser otra cosa que el paso de principio a fin en un
suspiro. ¡Qué le vamos a hacer!
Con el estómago aún resentido por los hechos luctuosos
acaecidos en mi entorno laboral y social, quedo enterado de
la tromba caída en Ceuta y la consiguiente manifestación de
nuestras autoridades de que todo ha ido como la seda, en
referencia a los percances húmedos que han ocurrido. Mira
por donde, aquellos quienes sueltan sapos y culebras contra
los gobernantes, que no sean de su aparato político, en
momentos de sucesos climatológicos, no tardan en presentar
excusas de lo bien que lo han hecho… que se inunden partes
de una ciudad, que por más señas está sobre un brazo de
tierra entre dos mares, no deja de ser una paradoja de lo
mal que llevan la cosa esa de la evacuación de aguas
pluviales por no hablar de un posible “tsunami” a la que
verdaderamente está expuesta en el momento en que la cólera
de Poseidón aflore a la superficie.
A decir verdad, el acceso al aparcamiento, bajo la Gran Vía,
a través del túnel que lleva al mercado de abastos es un
verdadero “maesltrom” para los motoristas que metan o saquen
sus motocicletas del mencionado parking. Permanentemente
inundado, aunque sea por medio centímetro de profundidad del
líquido elemento, resulta extremadamente peligroso habida
cuenta de las facilidades que tienen los motoristas de
resbalar en alardes surferos y salir disparados hacía la
rotonda frente al Poblado Marinero, si no es que se han
estampado ya contra el tobogán del restaurante de comida
rápida existente en la zona. No escribo del hedor que emana
ese túnel, antiguo foso que daba nombre al Puente Almina,
hedor capaz de competir, en toda regla, con las cámaras de
gas.
La disposición geográfica de nuestra ciudad, en buena
lógica, haría muy difícil que se inundara por aguas
pluviales si los conductos de evacuación son adecuadamente
diseñados y construidos, con cálculos realizados sobre la
posibilidad de que en ocasiones pueda ocurrir un alza de la
marea que circunda la ciudad y sobretodo pensados para una
rápida evacuación, como los imbornales de los buques
(Agujero o registro en los trancaniles para dar salida a las
aguas que se depositan en las respectivas cubiertas, y muy
especialmente a la que embarca el buque en los golpes de
mar), dado que no podemos desechar fuertes temporales que
arrastren el agua de nuestro estrecho sobre la ciudad. Si se
inundan los paseos, calles y avenidas recientemente
remodelados y construidos por cuatro gotas, no podemos
afirmar que sea idóneo el diseño realizado sobre la
evacuación.
Otra cosa, muy distinta, es que los bomberos suden la gota
gorda con sus asistencias. Ellos sí que merecen, entonces y
siempre, la Medalla de la Ciudad. Con bonitas palabras de
los políticos de turno no se evacuaría el agua, ni mucho
menos se secaría. ¿No te jode?
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