Tomás Gómez Arévalo vive en un tercer piso del edificio de
la esquina norte de las calles Teniente Arrabal y Teniente
Pacheco, aunque en realidad no vive en la esquina sino en el
otro extremo. Su vivienda está en un nivel medio entre los
pisos segundo y tercero del edificio colindante en fachada
principal y dispone de tres balcones a la calle, no tiene
más visión del horizonte que la casa de enfrente donde se
ubica la pensión Charo.
Tomás Gómez Arévalo es un hombre como de 35 años, regordete,
de abundante pelambrera ondulada y negra como el azabache,
funcionario del Instituto Nacional de Previsión, el de la
calle Real. Tiene un perro dálmata al que llama “Stroncio”,
no se sabe porqué.
Tomás Gómez Arévalo baja todos los días, puntualmente a las
7:00 de la mañana haga frío o calor, a la calle acompañando
a su perro para que éste haga sus necesidades. Necesidades
que pulcramente limpia allá donde caiga, excepto el líquido
elemento expulsado por la vejiga canina, con un papel de
esos de color marrón-tierra con los que se acostumbra a
envolver las compras diarias y con el que recoge, siempre
con cara de asco, los malolientes excrementos. Dónde lo
deposita después es un misterio, pero lo cierto es que sigue
el paseo sin portar la envuelta deposición.
Tomás Gómez Arévalo pasea a su perro durante una hora con un
recorrido invariablemente fijo: calle Teniente Pacheco,
Teniente Arrabal arriba –el can se detiene irremediablemente
ante la puerta del taller de zapatero remendón Manolo para
soltar su chorrito diario- , Fernández, bajada por La Legión
–en donde ante uno de los portales que da a un estrecho y
largo patio interior suele depositar su carga el “Stroncio”-
hasta La Marina que recorre justo hasta donde está Baeza,
luego sube por Alfau donde el dálmata, invariablemente,
levanta una cacofonía de ladridos haciendo dúo con un pastor
alemán asomado a uno de los balcones, despertando y
fastidiando a los vecinos, para continuar por Mendoza y,
después de forzar al perro para que salga del viejo patio de
un ruinoso edificio de la calle Teniente Arrabal donde
indefectiblemente se cuela, regresar a la casa.
Tomás Gómez Arévalo baja de nuevo, todos los días a la misma
hora 8:30, las escaleras que terminan en un amplio vestíbulo
y en cuyos remates, iniciales si se sube y finales si se
baja, de las barandillas posan sendas bolas de hormigón, del
tamaño de un balón de fútbol, como adorno escultórico y sale
a la calle. Tomás Gómez Arévalo es un tipo metódico, bien
trajeado –aunque el traje tenga unos años de más- pero de
carácter huraño –como casi todos los funcionarios- y de
pocos amigos. Encamina sus pasos a lo largo de la calle para
luego subir por la acera contraria al descampado de la calle
de La Legión, cruzar la calle Fernández y seguir por
Agustina de Aragón hasta la calle Real donde,
invariablemente, se dirige a la cafetería “La Campana” y se
toma su acostumbrado desayuno de café con leche y churros
sin tener necesitad de solicitarlo.
Don Antonio Carvajal del Prado es maestro, tiene una
academia en la calle de La Legión a la derecha según se baja
casi esquina a la Marina. Su esposa, Dolores Santolaria
Nadelas, le acaba de preparar el desayuno que varía según el
resto económico disponible de la familia, hoy le corresponde
pan tostado y un plato de aceite de oliva, aceite de oliva
como no se encuentra hoy en día, un aceite “comestible”,
casi masticable, palpable con sabor y color auténticos.
Dolores Santolaria Nadelas es una sacrificada mujer de
fuerte composición aunque bajita cuyas recias piernas la
hace mover por la casa como si estuviera desplazándose en
una nube. Acaba de despertar a sus dos hijos Pepe y Manolo
para quienes ha preparado el mismo desayuno que al cabeza de
familia. Dolores Santolaria Nadelas es un poco
filo-comunista: o todos lo mismo o todos nada.
Pepe Carvajal Santolaria es un chaval de unos dieciocho años
que cursa estudios de grado superior en Granada, está ahora
de vacaciones por una de esas decisiones del claustro de
profesores de la Universidad granadina. Pepe Carvajal
Santolaria está meditando entrar en la Transmediterránea
como administrativo. Un tío suyo se encargará de enchufarlo,
según cree, sin ningún problema. Las cosas no le están yendo
bien en el aspecto económico. Sus padres están realizando
tremendos esfuerzos para que siga estudiando pero la
precariedad domina más que otras razones. Cree ciegamente
salir adelante con sus estudios trabajando, quiere ser
médico a toda costa pero no a la de sus sufridos padres.
Manolo, el pequeño de la familia es un chico de unos doce
años que estudia bachillerato en la propia academia de su
padre. Manolo Carvajal Santolaria tiene una orden
irrevocable: en clase nunca debe llamar papá a Don Antonio,
tiene que llamarlo y tratarlo como lo llaman y tratan todos
los alumnos de la academia: sr. Maestro o Don Antonio.
Aunque al principio le costó lo suyo, después de cinco años
seguidos llamándole papá, ya está acostumbrado a ello hasta
el punto que sigue llamándole Don Antonio en su propia casa
o allá donde se encuentran. A su madre Dolores le hacia
gracia al principio hasta que se cansó de ello, eso de oír
Don Antonio aquí y allá a todas horas exaspera bastante, y
tuvo una discusión con su marido que no llegó a mayores.
Dolores Santolaria Nadelas, que es una mujer no muy
agraciada físicamente pero tiene una belleza serena y muy
mediterránea, sabe como atajar su disgusto a tiempo.
La calle se va animando a medida de que pasan los minutos.
Por la esquina de La Marina con La Legión ha aparecido José
Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” para todos. José Sánchez
Pedrero, Pepe “el pescador”, es un hombre de unos cincuenta
años, con un eterno pantalón gris de algodón impecablemente
limpio, alpargatas de lona un poco amarillentas con cordeles
grises y camisa blanca a rayas azules permanentemente
limpia, abierta a medio pecho mostrando una gris pelambrera
y con las mangas arreboladas hasta la mitad de los
antebrazos que terminaban en unas gruesas, recias y fuertes
manos. La calva cabeza, siempre cubierta con su
irrenunciablemente inseparable boina negra graciosamente
encasquetada a modo de bonete cardenalicio, mostraba en la
nuca y las sienes unos ralos cabellos prematuramente
encanecidos.
José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador”, muestra, todos los
días, su faz siempre bien afeitada mientras su boca diseña
una abierta sonrisa que muestra unos dientes perfectos y
blancos, postizos o verdaderamente suyos nadie lo sabe y
nadie osó preguntárselo, y sus azules ojos mirando siempre
directamente al interlocutor y escudriñando a la vez cada
rincón de las casas en busca de sus fijas clientas. Es un
hombre de carácter tranquilo que pasa de todo. Anda un poco
encorvado, no porque tenga alguna tara física defecto de
alguna pasada enfermedad, sino porque agarra una carretilla
de madera, cuya única rueda metálica produce un
escalofriante ruido al rodar sobre los adoquines, carretilla
plena de pequeñas cajas de madera llenas, a su vez, de todo
tipo de cadáveres provinentes de la fauna marina “abrigados”
por trozos de hielo que en otro momento del día eran parte
de un hermoso bloque de un metro de largo por veinticinco
centímetros cuadrados de grosor que conseguía adquirir en la
fábrica de hielo del muelle de Poniente. Sardinas,
boquerones, caballas, bonitos se distinguen perfectamente
alineados en sus diferentes cajas. Algún pulpo despistado
asoma sus tentáculos a través de las rendijas de esas cajas
típicamente marineras mientras un grupo de almejas,
mejillones y otros mariscos coronan el ya mítico medio de
transporte del popular Pepe “el pescador”. Toda esa
existencia pescada de la fauna marítima desaparecerá a lo
largo de toda la mañana en el corto recorrido diario que el
propio Pepe “el pescador” se marcó al principio. Con esa
venta le basta y sobra. No aspira a más.
José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” había sido, tiempos
atrás, patrón de su propio barco pesquero. Había tenido a
dos marroquíes como empleados e ineludiblemente faenaban en
aguas limítrofes con Marruecos por la bahía sur y nunca
había tenido problemas con los guardacostas, ni marroquíes
ni españoles, de los que es muy conocido…
-Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son
ficticios, la situación real-
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