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OPINIÓN - JUEVES, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2007

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Teniente Pacheco (I)

Por Quim Sarriá


Tomás Gómez Arévalo vive en un tercer piso del edificio de la esquina norte de las calles Teniente Arrabal y Teniente Pacheco, aunque en realidad no vive en la esquina sino en el otro extremo. Su vivienda está en un nivel medio entre los pisos segundo y tercero del edificio colindante en fachada principal y dispone de tres balcones a la calle, no tiene más visión del horizonte que la casa de enfrente donde se ubica la pensión Charo.

Tomás Gómez Arévalo es un hombre como de 35 años, regordete, de abundante pelambrera ondulada y negra como el azabache, funcionario del Instituto Nacional de Previsión, el de la calle Real. Tiene un perro dálmata al que llama “Stroncio”, no se sabe porqué.

Tomás Gómez Arévalo baja todos los días, puntualmente a las 7:00 de la mañana haga frío o calor, a la calle acompañando a su perro para que éste haga sus necesidades. Necesidades que pulcramente limpia allá donde caiga, excepto el líquido elemento expulsado por la vejiga canina, con un papel de esos de color marrón-tierra con los que se acostumbra a envolver las compras diarias y con el que recoge, siempre con cara de asco, los malolientes excrementos. Dónde lo deposita después es un misterio, pero lo cierto es que sigue el paseo sin portar la envuelta deposición.

Tomás Gómez Arévalo pasea a su perro durante una hora con un recorrido invariablemente fijo: calle Teniente Pacheco, Teniente Arrabal arriba –el can se detiene irremediablemente ante la puerta del taller de zapatero remendón Manolo para soltar su chorrito diario- , Fernández, bajada por La Legión –en donde ante uno de los portales que da a un estrecho y largo patio interior suele depositar su carga el “Stroncio”- hasta La Marina que recorre justo hasta donde está Baeza, luego sube por Alfau donde el dálmata, invariablemente, levanta una cacofonía de ladridos haciendo dúo con un pastor alemán asomado a uno de los balcones, despertando y fastidiando a los vecinos, para continuar por Mendoza y, después de forzar al perro para que salga del viejo patio de un ruinoso edificio de la calle Teniente Arrabal donde indefectiblemente se cuela, regresar a la casa.

Tomás Gómez Arévalo baja de nuevo, todos los días a la misma hora 8:30, las escaleras que terminan en un amplio vestíbulo y en cuyos remates, iniciales si se sube y finales si se baja, de las barandillas posan sendas bolas de hormigón, del tamaño de un balón de fútbol, como adorno escultórico y sale a la calle. Tomás Gómez Arévalo es un tipo metódico, bien trajeado –aunque el traje tenga unos años de más- pero de carácter huraño –como casi todos los funcionarios- y de pocos amigos. Encamina sus pasos a lo largo de la calle para luego subir por la acera contraria al descampado de la calle de La Legión, cruzar la calle Fernández y seguir por Agustina de Aragón hasta la calle Real donde, invariablemente, se dirige a la cafetería “La Campana” y se toma su acostumbrado desayuno de café con leche y churros sin tener necesitad de solicitarlo.

Don Antonio Carvajal del Prado es maestro, tiene una academia en la calle de La Legión a la derecha según se baja casi esquina a la Marina. Su esposa, Dolores Santolaria Nadelas, le acaba de preparar el desayuno que varía según el resto económico disponible de la familia, hoy le corresponde pan tostado y un plato de aceite de oliva, aceite de oliva como no se encuentra hoy en día, un aceite “comestible”, casi masticable, palpable con sabor y color auténticos. Dolores Santolaria Nadelas es una sacrificada mujer de fuerte composición aunque bajita cuyas recias piernas la hace mover por la casa como si estuviera desplazándose en una nube. Acaba de despertar a sus dos hijos Pepe y Manolo para quienes ha preparado el mismo desayuno que al cabeza de familia. Dolores Santolaria Nadelas es un poco filo-comunista: o todos lo mismo o todos nada.

Pepe Carvajal Santolaria es un chaval de unos dieciocho años que cursa estudios de grado superior en Granada, está ahora de vacaciones por una de esas decisiones del claustro de profesores de la Universidad granadina. Pepe Carvajal Santolaria está meditando entrar en la Transmediterránea como administrativo. Un tío suyo se encargará de enchufarlo, según cree, sin ningún problema. Las cosas no le están yendo bien en el aspecto económico. Sus padres están realizando tremendos esfuerzos para que siga estudiando pero la precariedad domina más que otras razones. Cree ciegamente salir adelante con sus estudios trabajando, quiere ser médico a toda costa pero no a la de sus sufridos padres.

Manolo, el pequeño de la familia es un chico de unos doce años que estudia bachillerato en la propia academia de su padre. Manolo Carvajal Santolaria tiene una orden irrevocable: en clase nunca debe llamar papá a Don Antonio, tiene que llamarlo y tratarlo como lo llaman y tratan todos los alumnos de la academia: sr. Maestro o Don Antonio. Aunque al principio le costó lo suyo, después de cinco años seguidos llamándole papá, ya está acostumbrado a ello hasta el punto que sigue llamándole Don Antonio en su propia casa o allá donde se encuentran. A su madre Dolores le hacia gracia al principio hasta que se cansó de ello, eso de oír Don Antonio aquí y allá a todas horas exaspera bastante, y tuvo una discusión con su marido que no llegó a mayores. Dolores Santolaria Nadelas, que es una mujer no muy agraciada físicamente pero tiene una belleza serena y muy mediterránea, sabe como atajar su disgusto a tiempo.

La calle se va animando a medida de que pasan los minutos. Por la esquina de La Marina con La Legión ha aparecido José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” para todos. José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador”, es un hombre de unos cincuenta años, con un eterno pantalón gris de algodón impecablemente limpio, alpargatas de lona un poco amarillentas con cordeles grises y camisa blanca a rayas azules permanentemente limpia, abierta a medio pecho mostrando una gris pelambrera y con las mangas arreboladas hasta la mitad de los antebrazos que terminaban en unas gruesas, recias y fuertes manos. La calva cabeza, siempre cubierta con su irrenunciablemente inseparable boina negra graciosamente encasquetada a modo de bonete cardenalicio, mostraba en la nuca y las sienes unos ralos cabellos prematuramente encanecidos.

José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador”, muestra, todos los días, su faz siempre bien afeitada mientras su boca diseña una abierta sonrisa que muestra unos dientes perfectos y blancos, postizos o verdaderamente suyos nadie lo sabe y nadie osó preguntárselo, y sus azules ojos mirando siempre directamente al interlocutor y escudriñando a la vez cada rincón de las casas en busca de sus fijas clientas. Es un hombre de carácter tranquilo que pasa de todo. Anda un poco encorvado, no porque tenga alguna tara física defecto de alguna pasada enfermedad, sino porque agarra una carretilla de madera, cuya única rueda metálica produce un escalofriante ruido al rodar sobre los adoquines, carretilla plena de pequeñas cajas de madera llenas, a su vez, de todo tipo de cadáveres provinentes de la fauna marina “abrigados” por trozos de hielo que en otro momento del día eran parte de un hermoso bloque de un metro de largo por veinticinco centímetros cuadrados de grosor que conseguía adquirir en la fábrica de hielo del muelle de Poniente. Sardinas, boquerones, caballas, bonitos se distinguen perfectamente alineados en sus diferentes cajas. Algún pulpo despistado asoma sus tentáculos a través de las rendijas de esas cajas típicamente marineras mientras un grupo de almejas, mejillones y otros mariscos coronan el ya mítico medio de transporte del popular Pepe “el pescador”. Toda esa existencia pescada de la fauna marítima desaparecerá a lo largo de toda la mañana en el corto recorrido diario que el propio Pepe “el pescador” se marcó al principio. Con esa venta le basta y sobra. No aspira a más.

José Sánchez Pedrero, Pepe “el pescador” había sido, tiempos atrás, patrón de su propio barco pesquero. Había tenido a dos marroquíes como empleados e ineludiblemente faenaban en aguas limítrofes con Marruecos por la bahía sur y nunca había tenido problemas con los guardacostas, ni marroquíes ni españoles, de los que es muy conocido…

-Evocando tiempos pretéritos. Los personajes son ficticios, la situación real-
 

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