Aparecen en la pequeña pantalla,
ese escaparate abierto al mundo, las escenas desgarradoras
de los familiares de los pescadores desaparecidos. Me
refiero a las víctimas del pesquero Pepita Aurora, sureños
de Barbate, avezados por los vientos atlánticos, hermanos de
mares de los hombres de la mar ceutíes y engullidos por las
olas.
Las familias de los cadáveres recuperados, gritando su dolor
en los tanatorios, pero, al menos, tienen un cuerpo al que
velar y dar sepultura. Porque, en efecto, resulta más
económico incinerar que mantener una tumba en un camposanto,
pero es otra cosa. Infinitamente más dura. Por mucho que, en
las playas, hayan aparecido logreros con barquichuelas y
carteles rudimentarios “Se echan muertos al mar” y la gente
moderna vea muy poético el arrojar cenizas a la espuma,
cuando las aguas, son negras como la pez y el muerto, aún en
cenizas, debe experimentar un repelús de frío cuando toma
contacto con el helor marino ¡Que forma tan destemplada y
desagradable de finiquitar la vida!. Y lo digo , no en plan
Maestra Liendre, que de ná sabe y de tó entiende, sino como
vecina de una barriada marinera, este Palo malagueño, escaso
en melindres, despoblado de pijos, votante abrumador de los
peperos por creer en la Estrella de los Mares y rico en
vivencias profundamente humanas, duras pero reales, de esta
España cañí que, o repele o enamora, pero raramente
despierta sentimientos intermedios. Barbate y el Palo,
refugios de pescadores, aquí marengos y la fenicia jábega
con el ojo de la suerte pintado en la proa, allá artes
mayores y barcas con mayor enjundia, hechas para altamar,
crecidas en tempestades y levanteras que, al llegar al Mare
Nostrum se atemperan y se suavizan. Pero ambas mares son
cementerios de hombres y lo han sido a través de la Historia
y más aún en estos tiempos de urnas vaciadas al abrigo de
las brisas para que, en el improvisado funeral marinero, no
salgan las cenizas volando y los dolientes acaben llevándose
al muerto de vuelta a casa, embadurnados y furiosos.
Para mí que deberían restringir o directamente prohibir el
impacto gélido del muerto incinerado con las aguas negras,
porque, es más piadoso cavar un hoyo a los pies de un
naranjo y abonar la tierra con el recuerdo del descansado,
polvo eres y en polvo te convertirás, nada dice la Biblia de
churruscar a los creyentes y que sean placton para los
chanquetes, para acabar su andadura en la barriga de un
guiri de chiringuito y botellón de sangría. El mar es frío y
duro, igualito que cristal líquido, por eso las familias de
Barbate gritan su agonía por los pescadores desaparecidos y
se vuelven locas por recuperar los cuerpos y que no acaben
como pasto de peces, atrapados en las tripas de un barco
hundido. Eso es malo y no es como Dios manda. Será que Dios
manda enterrar a sus hijos en brazos de la Madre Tierra,
bajo un ciprés y si no hay ciprés, árbol de la paz, se
planta uno a la vera y se plantan macizos de flores para
que, al ahondar, las raíces, acaben haciéndole al
descansado, cosquillas en la nariz y besándole la frente.
¿Qué dicen? ¿Qué ese paisajismo florar es más de muerte
anglosajona o francesa? Pues les copiamos, porque, en
efecto, al muerto puede importarle una higa y encontrarse
tan agustamente en la Luz de Dios, pero siempre es consuelo
para quienes quedamos el tener un lugar al que acudir. Se lo
digo yo, la Maestra Liendre, que incluso para las almas de
los ausentes, la mar es un pozo que tiene en lo hondo,
heladas aguas negras. Recen conmigo por los marineros de
Barbate, porque sus familias cambien un día el duelo
profundo por dolor callado y que ellos descansen en el amor
del Padre.
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