La mañana se presenta, entre el olor del aceite y las
sirenas de los barcos, con esa tonalidad fría, brillante y
límpida con que los alisios, llamados vientos de poniente en
la ciudad, acostumbran a soplar.
Un perro de raza indefinida olisquea la pared de una de las
viviendas, construidas con el mismo patrón que otras
colindantes, en busca de cualquier enemigo que hubiera
invadido su particular territorio de caza delimitado con las
cuatro meadas en cuatro puntos determinados, mientras que en
lo alto de la cuesta un gato pardo observa, alerta, los
movimientos de su eterno enemigo.
Rosario Cuesta Echevarria acaba de salir de su casa, cierra
con atención la puerta de la misma. No es que tenga miedo a
los posibles robos en viviendas, es más bien una medida de
precaución para evitar que las corrientes de aire, que
atraviesan la casa desde el patio interior, produzcan
efectos indeseados.
Rosario Cuesta Echevarria es una buena mujer, ya entrada en
la cincuentena y llena de achaques impropios de esa edad
pero propios de ese tiempo que le ha tocado vivir. Rosario
Cuesta Echevarria es una mujer de fuerte temperamento,
natural de Hondarribia, allá por Guipúzcoa, acostumbra a
recordar su lugar natal. Habla de Hondarribia lo que supone
hacerlo sobre uno de los pueblos o ciudades más hermosos del
País Vasco, solamente superada por la capital, San
Sebastián.
Rosario Cuesta Echevarria, acostumbra a repetir que
Hondarribia está situada a uno de los lados de la
maravillosa bahía de Txingudi, y que constituye el primer
núcleo poblado de la península, y ello, aparte de una larga
historia, le ha reportado muchas otras historias que contar.
Cuando pasa algunos días en su tierra, acostumbra a pasear
por su parte vieja, que es enteramente monumental, y saborea
su conocida gastronomía frente a las típicas casas marineras
de la calle San Pedro y, que para Rosario Cuesta Echevarria,
son verdaderos lujos al alcance de su bolsillo.
Rosario Cuesta Echevarria es viuda, se casó con un sargento
del ejército y poco después recalaron en Ceuta al ser
destinado su marido, Cándido Valdemosilla Garraonaindia, al
acuartelamiento del monte Hacho. Hace años de ello. Su
marido murió de un infarto cerebral mientras repasaba el
cañón conocido en la ciudad como el cañón de las doce. Antes
de ese traslado, Rosario Cuesta Echevarria había estado en
Álora con una de sus hermanas. Recuerda con frecuencia,
siempre que mira al Hacho, aquél otro monte Hacho de la
villa malagueña. Recuerda que las vistas desde el monte
Hacho de Álora son impresionantes y la contemplación del
Chorro y Carratraca viene acompañada, en la distancia, por
la Sierra de las Nieves y el Valle del Sol. Rosario Cuesta
Echevarria recuerda aquellos largos y vigorosos paseos hasta
la cima del monte Hacho aloreño, donde acostumbraba a gozar
de una buena merienda, mientras contemplaba la configuración
maravillosa del Valle del Guadalhorce.
Fernando Sánchez Pijuan acaba de hacerse un pequeño corte
con su navaja de afeitar. Se ha levantado con un humor de
perros, si es que los perros tienen humor, obligado por sus
deberes laborales. Su mujer, Gregoria Mondéjar Álvarez,
sigue acurrucada en el tálamo con esa candidez que produce
el sueño profundo. Fernando Sánchez Pijuan está cabreado
porque tiene que hacérselo casi todo, empezando por el
frugal desayuno consistente en un tazón de mata con leche y
un mendrugo de pan rebanado en aceite de oliva, virgen puro
para mas señas, y terminando por planchar la camisa con la
intención de quitar esa irritante arruga que le ha producido
al doblarla malamente, la noche anterior, en la silla del
dormitorio donde acostumbra a colocar la ropa de trabajo.
Fernando Sánchez Pijuan es conserje del banco Español de
Crédito, entonces no se apodaba Banesto, y es un hombrecillo
de escasa estatura, casi calvo, portador de anteojos de
concha y excesivamente pulcro con su persona. El corte que
se ha hecho le resulta catastrófico. No es más que un
cortecito de medio centímetro, pero para Fernando Sánchez
Pijuan resulta ser un corte como el Canal de Panamá. Para
colmo, la leche se le ha desbordado del cazo, al entrar en
ebullición, y ha apagado el fuego de carbón a través de la
escotilla de la herrumbrosa cocina.
Fernando Sánchez Pijuan anda bastante nervioso porque su
jefe le ha comunicado, la víspera, que tiene que reunirse
con el director del banco. Fernando Sánchez Pijuan ignora el
motivo de esa reunión, su jefe se ha limitado a comunicarle
escuetamente lo de la reunión sin dar más explicaciones.
Fernando Sánchez Pijuan está seguro de que no ha cometido ni
la más pequeña falta en el orden laboral.
Fernando Sánchez Pijuan abre la puerta de su casa, idéntica
a otras de la misma calle, y sale a la fuerte pendiente que
configura una de las calles más típicas de la ciudad. La
calle del Pasaje del Recreo, hoy llamada Recreo Alto, está
más desierta que la palma de su mano, que acaba de soltar el
tirador de la puerta principal de su morada, mientras un
perro, triste perro de raza indefinida anda olisqueando
entre las matas de una porción de tierra cercana a las
primeras viviendas de la calle. Arriba, en lo alto de
cuesta, un gato pardo se prepara en retirada al advertir que
su eterno enemigo, el triste perro de raza indefinida,
comienza a ascender la fuerte cuesta…
|