Sus padres lo encontraron muerto en la cama. Habían estado
una semana fuera de la ciudad, y a su regreso vieron
horrorizados cómo el cadáver de su hijo olía ya lo suyo.
Claro que como vivían en el extrarradio, nadie podía pensar
que Julio llevara ya días yaciendo más frío que el mármol.
También es verdad que poca gente podía echarle de menos. Sus
compañeros de trabajo sabían que estaba de vacaciones y como
amigos, lo que se dice amigos, apenas se le conocían, pues
allí podía haber estado todo el tiempo del mundo. En fin,
que el suceso despertó cierta atención, pero sin que
adquiriera visos de sensacionalidad.
Pero un hombre cayó en la cuenta de que aquella muerte podía
ser el comienzo de otras más y la preocupación se apoderó de
él. Era el inspector Salinas. El cual estaba al frente de
homicidio. Contaba con una hoja de servicios extraordinaria
y una capacidad de intuición reconocida por todos, que le
había proporcionado magníficos resultados en sus muchas
pesquisas.
La muerte de Julio, según el dictamen del forense, databa de
hacía cinco días y se había producido por desnucamiento.
Como consecuencia de un golpe dado con la mano por un
experto en artes marciales. Tras la autopsia, el inspector
Salinas comenzó a indagar sobre la vida del asesinado y
obtuvo respuestas que bien pronto le marcaron el camino que
debía seguir.
De carácter introvertido y físicamente vulgar, luchaba Julio
denodadamente contra su homosexualidad. Hijo único, basaba
sus miedos en lo que dirían sus padres el día que se
enteraran de sus inclinaciones. Sobre todo su padre: hombre
apretado donde los hubiera y a quien siempre había oído
decir que el sitio de los maricones era la cárcel, pelados
al cero y con una buena dosis de aceite de ricino.
Con esos miedos terribles, y sabedor de que cuando la ciudad
era visitada por el hombre más importante de España todos
los maricas fichados sufrían el castigo del cual tanto
hablaba su progenitor, no se le ocurrió nunca darse a
conocer en los ambientes frecuentados por los de su
condición. Aunque sus compañeros de trabajo conocían
sobradamente sus inclinaciones y, cómo no, su más que
amistad con Anselmo.
Con su pericia investigadora, el inspector consiguió que
Anselmo le pusiera al corriente de ciertas cosas
fundamentales acerca del muerto. Mantenían relaciones, sí;
pero antes de su muerte hacía ya dos semanas que Julio no
quería saber nada de él. Incluso se atrevió a decir que lo
encontraba excitado, fuera de sí; o sea, bastante rarito…
El verano estaba en todo su apogeo. El calor hacía mella de
lo lindo. El inspector Salinas comía en silencio, atendido
por Juanita –la muchacha de servicio-, mientras sus
pensamientos discurrían al compás de la quejumbre exhalada
por el pequeño ventilador que aliviaba sus sudores. Los
suyos estaban veraneando en casa de su suegra: algo que
venían haciendo desde hacía varios veranos. Él solía
recorrerse los 30 kilómetros de distancia más bien por ver a
sus hijos y… cumplir con su mujer. Si bien se cabreaba de lo
lindo cuando se veía obligado a permanecer horas en la
playa. Motivo más que suficiente para procurar espaciar sus
visitas.
Con Juanita la casa seguía su ritmo normal. Eficaz y
discreta, la muchacha llevaba ya varios años trabajando con
gran contento de la familia. Andaba en los veintitantos, por
más que su juventud no paliaba en modo alguno lo poco
agraciada que era. Hablaba a golpes: un tartajeo que se
acrecentaba cuando el levante soplaba con fuerza. A Salinas
le había dicho su mujer que, últimamente, la chica andaba
luciendo su contento porque se le había acercado un muchacho
con buenas intenciones.
Pasaban los meses y las investigaciones de Salinas y su
grupo andaban estancadas. A pesar de que vigilaban todos los
ambientes donde el asesino pudiera escoger a sus victimas.
Incluso a Madrid se había reclamado el envío de un agente
especializado, que se había introducido como un homosexual
más en los sitios adecuados. Mas nada de nada. Vamos, ni la
más ligera pista. Hasta el punto de que el Comisario estaba
convencido de que el criminal estaría ya a muchos kilómetros
de distancia.
No obstante, en el fuero interno de Salinas permanecía la
idea de que muy pronto el asesino saldría nuevamente a la
palestra. Presentimientos, reflexionados en muchas
ocasiones, que se vieron cumplidos justamente en el mes de
diciembre; es decir, un año después de su última fechoría.
Esta vez se había ensañado con un cincuentón amanerado, pero
a quien no se le reconocían tratos carnales con nadie.
Considerado mocito viejo, por aquello de su soltería, vivía
en una casa de planta baja, rodeado de sus gatos y de sus
flores, y disfrutando de la pequeña fortuna dejada por su
madre al morir.
-¡Esto ya se pasa de castaño oscuro…! –gritaba el Comisario
sin descanso-. ¡O me traen ustedes a ese hijo de puta, en
una semana, o seguro que todos vamos a saltar de nuestros
puestos!... Busquen sospechosos y que canten… ¡Cojones!...
¡A ver si voy a tener yo que tirarme a la calle en busca de
ese maricón perturbado y grandísimo cabrón!...
Trascurrida una semana desde que el Comisario andaba
subiéndose por las paredes, llamaron al inspector Salinas,
pero éste no se hallaba en su casa. Nada extraño, porque
otra vez había vuelto a las andadas: cada noche iba al club
Colo-Colo para envilecerse mientras detestaba que Amalia
siguiera sirviendo copas a cuantos la reclamaban. Fue su
mujer la que apuntó el sitio donde le podrían localizar. Y
hasta el club le llegó la noticia de que dos policías
locales, motorizados, en su ronda por el extrarradio,
observaron que alguien corría por entre los árboles de una
finca pegada a la carretera. Así que se adentraron en ella y
descubrieron una mujer estrangulada con una media.
Dos horas más tarde, coincidiendo con la llegada del juez,
Salinas pudo comprobar horrorizado que la muerta era
Juanita. Su chica de servicio. Sin pérdida de tiempo, los
miembros de la brigada buscaron al novio de la muchacha.
Estaba en su casa. Era macizo, achaparrado, y simulaba aires
cantinflescos. Salinas manejó el interrogatorio con
habilidad y el detenido se fue atribuyendo crímenes en
muchos y variados puntos de España y del extranjero. De
Juanita dijo que la había matado porque esa noche estaba muy
pesada y había conseguido sacarle de quicio. Es decir, por
pedirle que le hiciera porquerías que a él no le gustaban.
Eso sí, dejó muy claro que lamentaba su detención porque ya
no podría matar a tantos homosexuales como tenía previsto.
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