Ocurrió cuando principiaban los
años sesenta en un Madrid al cual acudíamos quienes
necesitábamos buscarnos los “grabieles”.
Era cuando en el Bar Club, sito en el pasaje de la calle de
la Victoria, nos reuníamos todos los jóvenes con ambiciones
de destacar en una España donde aún escaseaba el trabajo y
los temporeros pasaban más tiempo jugando al futbolín que
currelando.
Comer pollo en aquel Madrid era un artículo de lujo y había
que hacer malabares para poder ser cliente asiduo del asador
gaditano. Yo tuve la suerte de enrolarme bien pronto en el
Conquense: equipo que acababa de inaugurar un buen campo y
donde me pagaban bien y a tiempo.
Contaba con la confianza del entrenador y hasta me designó
como capitán en algunos partidos. Lo cual no me impedía
reconocer que el técnico era de una rusticidad apabullante.
Tosquedad que trataba de disimular dándonos charlas en las
que predominaban las faltas de ortografías más gloriosas que
yo haya visto nunca.
Un día, en Aranjuez, en la Rana Verde, restaurante de buen
ver, nos reunió alrededor de él para darnos el habitual
mitin previo al partido. Fue entonces, aprovechando la
antesala del discurso, cuando dos compañeros me propusieron
que tratara de corregirle la acentuación de un vocablo con
el que siempre abría su perorata.
Los dos compañeros eran universitarios y alegaban que les
causaba vergüenza ajena oírle pronunciar al entrenador
“unisono” en vez de unísono. Adjetivo que nunca faltaba para
decirnos que había que luchar todos en conjunto y armonía.
Yo conocía muy bien la forma de ser del entrenador: contumaz
en el error. Y, por tanto, estaba seguro de que amén de que
no admitiría la sugerencia podría mi intervención costarme
muy cara. Por lo cual les dije a mis compañeros que, en
vista de su autoridad como estudiantes de Derecho, eran
ellos los más cualificados para hacerle la observación. Y
así lo hicieron. Pues bien, de nada les valió actuar con el
tiento apropiado. Ya que el entrenador, todo iracundo, gritó
que a él nadie le enmendaba la plana. Y mucho menos unos
niñatos. Lo siguiente fue que ambos estuvieron sin jugar
varios partidos.
Viene a cuento lo relatado, porque la actitud de aquel
entrenador guarda semejanza con un articulista local (!),
que es también presidente de la Federación de Fútbol de
Ceuta. Éste, al corregirle algunos de sus innumerables
despropósitos ortográficos, con caridad cristiana, suele
salir despotricando. Y pidiendo, además, pruebas de
academicismos para poder decirle a él que su escritura
mancha el periódico decano. Cuando lo lógico en tales casos
es que acepte sus errores y sanseacabó. Ya que está claro
que Dios, ese Dios tan suyo, no se ha mostrado generoso con
él a la hora de concederle las aptitudes mínimas para que
pueda expresarse bien por escrito. Todo no se puede tener:
es decir, escribir bien y encima hacer las cuentas del
Gran Capitán con los dineros de la Federación.
He aquí un ejemplo de una de sus últimas barrabasadas
gramaticales y que ha servido, una vez más, de cachondeo, y
a mí me ha dado mucha pena y por ello trato de pedirle que
se enmiende o lo deje.
Artículo publicado, el 23 de agosto, en El Faro. Título: La
tiburona y su crisis (sic). Párrafo donde trata de mofarse
de una andaluza: Magdalena Álvarez. “Por su forma de
hablar, tengo la impresión que es andaluza, vamos, de
Andalucía, lo que no sé de que pueblo o ciudad es nacida,
pero sea de donde sea, lo que no hay duda que es andaluza”.
Y el tío se quedó tan pancho.
A mí sólo me cabe decir que el tal articulista (!) tiene
debilidad mental. Y que le vendría muy bien leerse la
gramática cien veces. Cada dos por tres.
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