A Juan Vivas, saliendo de
un acto celebrado en la catedral, dedicado a Alejandro
Sevilla, le dije, hace ya su tiempo, que le esperaban cuatro
años de gobierno muy difíciles.
El presidente me respondió que tenía ya prevista la tarea en
favor de la ciudad. Y que su única ilusión era el poder
realizarla, durante este mandato. Y apostilló: Porque bien
merecen los ciudadanos que yo les responda a la confianza
que han depositado en mí, nuevamente.
Como pensó Maquiavelo, los hombres sólo hacen el bien
cuando no lo pueden evitar. Pero dueños de elegir en
libertad y de cometer mal impunemente, nunca dejan de llevar
a todas las partes la confusión y el desorden.
Me imagino que Juan Vivas habrá leído la obra de Maquiavelo,
por la cuenta que le trae. Y estará conmigo que a él como a
cualquier gobernante, le toca vivir prevenido y hacer de la
prudencia hábito. Cual recomendaba el famoso personaje
florentino.
Sí, ya sé que aquella época y aquel país, peligrosos en
extremo, convirtieron a Maquiavelo en un ser desconfiado.
Pero, cambiando lo que haya que cambiar, la verdad es que
hay hombres que están siempre dispuestos a darle la razón al
gran hombre renacentista.
Son tipos, además, cuyo mayor disfrute consiste en llevar
las cuentas de sus fechorías. Las lucen como si fueran
muescas al estilo de los célebres pistoleros del lejano
Oeste estadounidense. Y, encima, alardean de ellas en cuanto
tienen un público dispuesto a los aplausos para quienes se
jactan de ser tan listos como para sobrevivir a todos los
gobiernos.
Me estoy refiriendo a esos fulanos carentes de escrúpulos y,
por tanto, capaces de ir enumerando sus acciones de patio de
Monipodio con la misma naturalidad con que suele torear
José Tomás. Son figuras, sin duda, del arte del engaño.
De apropiarse de lo ajeno y referirlo como si tal cosa. Es
decir, como si tales acciones les sirvieran para ir ganando
enteros en una sociedad que los terminará distinguiendo como
habilidosos trileros para llevarse la pastizara de todos los
sitios donde consiguen meter la jeta.
En suma: tales sinvergüenzas nunca dejan de llevar a todas
las partes la confusión y el desorden. Con el único fin de
hacer caja y de paso dejar bien sentado que disfrutan de
patente de corso.
Entre esta gente, los hay que suelen padecer el mal de
Rousseau. Lo que unido a lo dicho anteriormente
conforman individuos capaces de buscarle una ruina incluso a
alguien nacido en Lepe. El mal de Rousseau, por si ustedes
no lo saben, es cuando a una persona se le ayuda en momentos
complicados y en vez de agradecerlo lo primero que piensa es
que esa ayuda le ha sido prestada con el fin de aprovecharse
de ella. Y la respuesta es jugarle una mala pasada al
benefactor. A ser posible por medio de una putada de la que
nunca pueda olvidarse.
A Jesús Fortes se la hicieron en su día. O sea, la
putada. Y cuando quiso darse cuenta ya estaba perdido. Aún
me parece estar viendo su cara de sorpresa cuando en una
comida le anuncié que olía ya a cadaverina política. Es lo
mismo que tratarán de hacer con Juan Vivas, durante estos
años. Si bien la empresa es mucho más compleja y hasta es
posible que los sinvergüenzas más osados dejen en el intento
más que pelos en la gatera.
De momento, el presidente sabe que debe cortarles, cuanto
antes, las alas a quienes se atribuyen poder suficiente para
poner en aprietos al gobierno de la Ciudad, si acaso no
consiguen las prebendas que desean. Y, desde luego, mal
asunto sería que, antes estos ataques, Vivas y Gordillo
anduviesen transitando por veredas distintas. Ante la
confusión y el desorden, presidente, la unión hace la
fuerza. Y la fuerza consiste en poner a los trileros en su
sitio.
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