Pasear por Ceuta es como recordar aquellos tiempos en que no
existía la tensión que hoy en día se palpa en cada rincón de
la misma. Si bien es cierto que echo de menos aquellos
amigos y familiares, con los que frecuentaba mis relaciones
y disfrutaba del ocio que se estilaba por entonces, no es
menos cierto que los amigos y conocidos que encuentro hoy en
día me llenan igualmente de alegría. Bueno, los encuentro
entrados en años, cambiados física y anímicamente… ya
sabemos que la edad no perdona y resulta extremadamente
difícil, creo que no imposible ciencia hay para ello, dar
marcha atrás al reloj del tiempo y recuperar la lozanía de
la juventud.
Si antes recorría toda la arteria principal de la ciudad con
ese “aleteo” que la plena juventud otorgaba entonces, hoy en
día ya resulta una aventura hacer lo mismo. El fuelle falla.
El sudor se torna frío. Las fosas nasales se abren a tope en
sus ansías de aspirar aire y la bomba que tenemos, y a la
que llamamos corazón, pone la directa con dificultad y tiene
que meter la primera para seguir bombeando.
Es todo un acontecimiento entrar en el establecimiento de
Paco Sánchez. No es por ver los aparatos electrodomésticos
ni las vajillas de porcelana precisamente. El acontecimiento
es encontrar una figura viviente con una memoria que
recuerda con pelos y señales hechos y cosas del pasado. No
me refiero expresamente al titular del comercio, que por
otra parte es un experto, reconocido, en historia de la
ciudad, sino a un hombre al que recordé cuando era un niño.
Un hombre que siempre estaba por donde yo jugaba y, de
hecho, era amigo de mi padre. Me refiero a Carlos Medina
cuyo parecido con Alfredo Landa no hay quién se lo quite. Su
rostro, a las primeras de cambio, me sonó como el de alguien
conocido y no precisamente el de Landa.
Si no fuera porque tenía un compromiso, me hubiera quedado
en la tienda de Sánchez escuchando las historias de éste
Medina inacabable e inabarcable hasta que cerraran el
establecimiento. Historias que traen de todo. Historias que
mezclan escenas sangrientas con escenas cómicas. Un buen tío
éste Carlos Medina. Su labia es tanta que merece entrar en
el corral de la comedia como un gallo entra en el gallinero.
Atrae a todas las gallinas. Valga la redundancia y el doble
sentido.
Antes, en el hotel pude saludar a José A. Muñoz (que bien
pudiera ser mi jefe a poco que se empeñe) y a Francisco
Sánchez París, al que no puedo llamar Paco porque el hombre
se impone y no precisamente por su continente (a ver si me
puede colocar en su Gabinete de Prensa) y al que le estoy
agradecido por haber echado una mano a un conocido mío.
Recorro la ciudad en compañía de Tato Ferrer, en una especie
de juerga de cafés con leche y pasteles por medio, hablando
de tantos temas interesantes que no me atrevo a sacarlos a
la palestra. Este Tato se ha empeñado en sacarme de las
casillas y casi lo consigue. Buen rollo suelta. Fino
instinto de periodista tiene este hombre. Lástima que no lo
utilice con frecuencia. Un hombre con esa enorme ironía que
destila es digno de ser tenido en cuenta… y no es coba
exactamente.
Lo único que lamento de mi estancia en mi ciudad natal es la
imposibilidad de mantener contacto con Cataluña. El hotel
sigue sin conceder la wifi. El teléfono no me es útil en
este caso porque instrucciones y dibujos no circulan en
ondas por el aire… el arquitecto de mi gabinete deberá andar
con miles de moscas tras la oreja. Creerá que estoy en un
rincón perdido del África subsahariana, totalmente
incomunicado o sirviendo de plato adobado a supuestos
caníbales. Y eso que todavía tengo varios proyectos por
terminar, antes de darme el piro. O sea, jubilarme
totalmente.
Sentirme como me siento no se paga ni con todo el oro del
mundo. Mi mujer se encuentra feliz, mi hijo come de todo
cuando en Cataluña era demasiado exigente y meticuloso con
los alimentos. La playa y el clima ceutí han hecho éste
milagro. Que siga.
Mientras la vida sigue, los políticos locales se sacan ases
de la manga, ases pintados por ellos mismos que hacen creer
al pueblo lo que no es. ¡Vale!, he entrado en terreno vedado
en esta serie de Escritos durante el camino, eso queda para
las Notas. Se nota que me tira la crítica.
Regresando al hotel, dando por finalizada la jornada, me
encuentro con una grata sorpresa: Paco Sánchez ha tenido la
amabilidad de dejar en recepción una foto, buena copia de
foto, datada en 1930 de la plaza de Azcárate donde se divisa
la “bomba” de gasolina que fue de mi padre. La gasolinera de
mi padre. Un detalle que aviva la nostalgia y el recuerdo de
aquel hombre que supo encaminar mis pasos, con la rigidez y
la dureza de aquellos tiempos, por los senderos de la vida.
Merced al esfuerzo que realizó, me siento capaz de escribir
durante el camino en mi tránsito hacía la Luz que todos, sin
excepción, veremos. Quiéranlo o no.
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