Hay mucha gente que se pirra por
ocupar un cargo que le libre de su trabajo habitual. Durante
mis largos años dedicado a los temas laborales de las
empresas he tenido ocasión de comprobar como los que se
presentaban para ser elegidos para cargos sindicales, con
honrosas excepciones por supuesto, eran aquellos a los que
más le molestaba trabajar, los que siempre se quejaban y
aquellos que, si podían, cometían más faltas de asistencia.
Por supuesto que no solían ser los que llevaban la batuta en
los Jurados de Empresa o en los Comités de trabajadores,
pero si eran los que se aprovechaban al máximo de las horas
de que disponían para sus funciones sindicales y los que no
perdían ocasión para escabullirse de su tarea. Existen
otros ejemplos que vienen a confirmar hasta que punto
existen los profesionales del “dolce far niente” aunque, en
este caso, sus objetivos puedan ser algo distintos. Me
refiero, naturalmente, a esta rara especie de ciudadanos que
optan por dedicarse a la política. Si quisiéramos
analizarlos creo que podríamos dividirlos en dos grandes
categorías: los que buscan destacar en la vida y aspiran al
reconocimiento público como medio de alcanzar el poder
(suelen ser los que ya tienen la vida solucionada y, en la
mayoría de los casos, son conocidos por sus éxitos en la
vida privada), y aquellos otros que han buscado su modus
vivendi afiliándose a un partido político, reptando de
departamento en departamento, buscando el apoyo de quienes
los pueden colocar y convirtiéndose en lacayos rastreros de
quienes los pueden encumbrar.
Estos últimos son los más peligrosos porque, cuando acceden
a algún puesto representativo o se ven instalados en el
cómodo sillón de algún departamento municipal o de las
Administraciones Públicas; formulan mentalmente aquel
juramento de la protagonista de “Lo que el viento se llevó”,
Escarlata O’Hara, cuando en una escena dramática del film,
dice: “Aunque tenga que robar o matar, a Dios pongo por
testigo que jamás volveré a pasar hambre”. En efecto, estos
son los incondiconales del partido, los que saben que si
pierden los suyos volverán a tener que trabajar de carteros,
barrenderos o dependientes, percibiendo un sueldo que no
llegara a una centésima parte del que se embolsan en sus
enchufes y, además, teniendo que dar el callo para
ganárselo. Para eso en el argot vulgar se les llama
“enchufados” porque esta es la forma literal de describir
como sus posaderas se encajan, como si estuvieran
atornillados a ellos, a los sillones de sus despachos.
Pues estos suelen ser los que, de tanto en tanto, para que
se note que existen, tienen alguna idea luminosa que, con
rara contumacia, se empeñan en poner en práctica. Hemos
tenido en la última legislatura ejemplos reseñables como,
por ejemplo, el de las hamburguesas “empozoñadas” o el de
los mini pisos “checa” o lo de la veda del vino y tantos
otros que, si no fueran para reirse, hubieran merecido un
escarmiento de cien azotes para cada uno de sus promotores.
Sin embargo, vean por donde, el famoso “carné por puntos”
con el que la Administración dio por sentado que iba a
doblegar a los conductores díscolos, corregir a los beodos y
aherrojar a los drogatas que se desmandasen; después de un
par de años en funcionamiento resulta que, por muy increible
que pueda parecer, no ha conseguido corregir a los
incorregibles, asustar a los lanzados y, lo que todavía es
peor, no ha logrado lo que era más importante y lo que
justificaba la implantación de nuevas prohibiciones,
flamantes y más importantes sanciones y la posibilidad de
que un ciudadano perdiese el carné de conducción –
quedándose colgado para ir al trabajo, conducir un vehículo
de servicio público o manejar un trailer –; no han
conseguido disminuir el número de muertos por accidentes en
las carreteras. Es decir que, por lo que he leído, ya hay
más de 1.600 conductores que han perdido todos sus puntos,
de los cuales 500 han sido privados ya del carné de
conducir, ¿qué les ha ocurrido a los 1100 restantes que se
quedaron sin puntos? Seguramente continuarán conduciendo tan
tranquilos como si no pasara nada. ¿Qué son peligrosos? No,
no se lo crean, porque pueden haberlos perdido por una
pijada, como pasarse sin querer un stop o correr a 125 kmh
por una autopista o, incluso, no mantener la distancia de
seguridad (infracción que todos cometemos en los inmensos
atascos que padecemos en Catalunya) Ya saben, se van
acumulando y, cuando te quieres dar cuenta, ¡plaff!, te
quedas sin carné. Y es que resulta que, como son tan sabios
y enterados estos que nos gobiernan, se olvidaron de prever
las consecuencias administrativas que la implantación del
sistema iba a acarrear. Se armó el gran pitote, los
ordenadores no funcionaron (como pasa con los nuevos
radares, que multan a ojo) y, como siempre ocurre, ¡hecha la
ley hecha la trampa! Y empezaron a llover recursos
administrativos hasta que todo se colapsó y por ahí andan
todos, intentando aclararse entre las montañas de papeles
que amenzan con asfixiarlos.
Es curioso, mientras las estadísticas les eran favorables,
los la la DGT nos decían el número de muertos en el que
había disminuido cada semana la siniestralidad respecto a
idéntico periodo del año anterior; pero vean por donde,
desde que los siniestros se han disparado, desde que la
última semana aumentó en treinta fallecidos respecto al
mismo periodo del año anterior, parece que se ha decretado
el mudismo de quienes debieran darnos explicación de las
causas de los aumentos de accidentes. Y es que, señores,
cuando te quieren hacer comulgar con ruedas de molino,
cuando quieren simular un objetivo humanitario y detrás de
toda esta parefernalia sólo hay un afán desmedido
recaudatorio y unas ganas de hacer la pascua a los
conductores que, normalmente, actúan dentro de la ley;
entonces resulta muy difícil, para los responsables, tener
que aceptar que han fracasado y que lo único que han
conseguido ha sido aumentar la burocracia, disminuir las
libertades y joder la marrana al ciudadano de a pie.
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