Ese no es el camino, José.
-Venga ya, cabeza, no ves que estoy harto de que todo el
mundo me dé consejos.
-Si lo hacemos es por tu bien. Que pruebas más que
suficientes tienes de cómo te queremos –respondió don Luis
Estrella.
La tarde de agosto se diluía en el Parque de Calderón. Desde
la terraza del Bar Caza y Pesca se veía a la gente dar
barzones por la calzada central, flanqueada de palmeras. Al
fondo se divisaba el río enturbiado por una calina que iba
en aumento.
-Mañana es la mía, no lo olvidéis. Mañana como el día de
Aranjuez…
-Ojalá, José; ojalá que sea tal y como tú dices –dijo Tomás
Cruz.
Tomás era banderillero y hombre de confianza.
-Joé, Tomás, no sabía yo que tenías tan poca fe en mí.
-No es en ti, José, entiéndeme, sino en la vida que llevas.
Que ante los toros hay que estar muy fuerte y muy centrado.
-Por ahí viene Manolito Romero, a ver qué nos cuenta de cómo
ha ido el desencajonamiento –dijo El Cabeza para evitar
discusiones.
Antonio Macías, apodado El Cabeza, estaba con José desde que
se les metió el toreo en las entrañas. Los dos habían
recorrido España de cabo a rabo, yendo de capeas. El Cabeza
no pudo siquiera debutar con picadores; pues toreando en un
pueblo de la serranía –gaditana- un novillo avisado lo dejó
cojitranco para siempre.
-Desembucha, Manolito; vamos, que te estamos esperando para
que nos hables del ganado…
-Para, José, para, coño…, que primero me voy a atizar un
latigazo; que traigo la garganta seca.
-Manolito, déjate de pamplinas y ponnos al tanto de cómo son
los Osborne –Luis Estrella habló con cierta sequedad.
-Lo que usted diga, don Luis. Es una corrida normal: tres
toros son terciados y tres con más cuajo y presencia. Pero
de ninguno pueda decirse que sea un tío.
-¿Con cuáles te quedarías? –preguntó José al mozo de
espadas.
-Con dos toros ensabanaos, muy del estilo de la Casa. Aunque
yo esperaría a verlos de cerca en el sorteo de mañana.
El parque era un hervidero de muchachas paseando sin rumbo
determinado a la búsqueda de novio. Cuando cruzaban por
delante de la mesa de José y los suyos miraban al torero con
codicia. A José se le iluminaban los ojos y no dudaba en
festejar el paso de las chavalas. De pronto, se levantó, y
tras decir ahora vengo, encaminó sus pasos hacia el interior
del bar.
-Ya va a colocarse… -aseguró El Cabeza.
-Mira que tienes la lengua larga –contestó don Luis
Estrella; quien apoderaba a José desde hacía unos meses.
-No diga usted eso, don Luis. Que no creo que nadie le tenga
más voluntad que yo a José. Es más, si me apura usted un
poco, sólo encontraría a la señora Josefa, su madre. Pero la
verdad no tiene más que un camino. Si lo sabré yo…
-Qué guasa –se lamentó Tomás Cruz-. La clase se lo come, y
vestido de torero es un cromo que gusta a todo el mundo.
Pero de nada le está valiendo…
-Tampoco debemos ser tan pesimista, hombre –la voz de
Romerito se iba quebrando a medida que hablaba.
-Bfff, ¡qué calor! –exclamó don Luis Estrella, al haberse
quedado sin respuestas.
-Ahí viene… ¡Cuidado! –avisó El Cabeza.
-Bueno, seguro que os habrá sobrado tiempo para ponerme a
parir.
En la terraza de enfrente, unos ojos llevaban clavados hacía
ya tiempo en el torero. Todos los de la reunión, menos él,
se habían percatado de que era Esther, la mujer de un
conocido ganadero de la ciudad, que se bebía los vientos por
José, aun a costa de tirar por los suelos la reputación de
su marido. Pero a ella, por lo visto, le daba lo mismo ocho
que ochenta. Era, además de una tormentosa relación, una
situación que estaba perjudicando enormemente a José. Sin
contar con que cualquier día, y ante familia tan poderosa,
éste podía encontrarse con lo que menos esperaba. Y no
sería, claro está, porque la pobre de su madre no se lo
recordara continuamente.
-Hijo, he pasado por la muerte de tu padre, que llenaba toda
mi vida; he pasado por sufrir en silencio el saber que te
juegas la vida ante el toro; pero no quiero que vengan a
decirme un día que has aparecido muerto en cualquier
descampado. Y todo por culpa de esa mujer…
Mas José, en momentos así, se daba las trazas suficientes
para cambiarle la cara de preocupación que lucía su madre.
Madrero, por excelencia, cogía del talle a la señora Josefa
y la elevaba hasta el cielo, como él decía. La besuqueaba,
le echaba todos los piropos habidos y por haber, y a ella,
entonces, se le encendían las mejillas, le entraba la risa
floja y acababa por rendirse a las carantoñas de un hijo
experto en el arte de seducir.
En cuanto a Esther, había llegado muy joven al pueblo, desde
su Londres natal, contratada como institutriz de una casa
rica. Y en ella conoció a quien terminaría siendo su marido.
Era alta, rubia, ojizarca y lucía piel de porcelana. Si bien
los hombres se quedaban cuajados ante su boca y sus pechos.
Vivía Esther tan feliz y tan ricamente bien hasta que una
tarde de toros José la vio en una contrabarrera, cerquita
del burladero de matadores, y mandó a Manolito Romero con el
capote de paseo para que ella pudiera apoyar todo su garbo
en él. A partir de entonces la inglesa se encandiló, quedó
desnortada y a merced de alguien que manejaba lo de agradar
e interesar tan bien como cuando toreaba con la izquierda,
citando de frente, dando el pecho y girando la muñeca para
llevar al toro embebido en la tersura de su muleta.
-Vaya, hombre, parece que ha cambiado a levante…
-Coño, cabeza -dijo Tomás Cruz-, no anuncies mal bajío. Es
lo que nos faltaba mañana: tener que lidiar con un viento
más peligroso que el toro en sí.
Don Luis Estrella habló de que ya era hora de levantarse
porque convenía que el matador se retirara pronto a
descansar. Sus palabras coincidieron con un cruce de miradas
entre Manolito Romero y El Cabeza, quienes sabían de sobra
que en cuanto José se diera cuenta de la presencia de Esther
todo podía pasar menos que se fuera a la cama a descansar.
Entretanto, José Parecía haber perdido las ganas de seguir
pegando la hebra, andaba como ausente de cuanto acontecía a
su alrededor. En ese preciso momento, la inglesa cruzó la
calzada y se acercó adonde estaban ellos.
-Buenas noches, señores, ¿se puede saber que tal anda el
matador?...
Ninguno supo responder a las palabras de Esther. Ni siquiera
la conocida caballerosidad de don Luis Estrella salió a
relucir. Y es que nunca antes ella se había atrevido en
público a tanto. Bien desesperada debía estar para haber
dado semejante paso, pensaron todos a una. Parecía mentira
que una señora perteneciente a la mejor sociedad se pusiera
el mundo por montera.
Las pupilas de José, como alfileres, recorrieron el cuerpo
de Esther con parsimonia y dureza al mismo tiempo. Ella no
se achantó lo más mínimo y se dejó transitar sin decir ni
pío.
-¿Se puede saber qué quiere la señora a estas horas?
–preguntó José con su miaja de guasa.
-Nada… Salí a dar una vuelta sin el coche, con el único
propósito de ver cómo estaba de animado el parque. Y ha sido
por casualidad que os he visto. En fin, ya me voy.
-Espera…, que te acompaño hasta el final del paseo. Ahora
vuelvo…
Don Luis Estrella se quedó petrificado. Mientras los demás
tenían la certeza de que el maestro ni volvía ni estaría
localizable hasta bien entrada ya la mañana. Que ya se
encargaría ella de ponerse en contacto con Manolito Romero
para darle las instrucciones oportunas. Seguro, se dijo el
mozo de espada para entre sí, que el marido de Esther estaba
de viaje y capaz era ella de llevárselo a la finca de los
cuatro pinos.
El aviso que recibió Manolito Romero por medio de una
empleada de la señora, decía que el maestro se iba a vestir
en el hotel España. Que se fuera para allá con todos los
trastos. Eran casi las dos de la tarde, cuando llegando el
mozo de espadas al hotel se bajaba también de un coche el
matador.
-Déjame sobarla un poco, Manolito -dijo José a modo de
saludo.
-¡Ya es hora de comer!...
-¡Vaya pesao que estás tú, hoy! Bueno, te haré caso: que me
preparen un caldito. Todo lo demás me sobra.
-¿Me has traído el vestido grana y oro?
-Sí.
-¿Qué tal mi lote…?
-Bien. Te ha tocado un toro ensabanao y otro negro zaino. El
primero es galguero y astifino; el segundo es más recogido
de cuerna y de más kilos.
-Esta tarde, salvo don Luis Estrella y El Cabeza, no quiero
ninguna otra visita. Ah, en cuanto llegue El Cabeza, le
dices que vaya donde él ya sabe y que le diga al gachó que
mañana iré yo a darle la tela.
-Lo que tú digas, José; lo que tú digas.
En las taquillas de la calle de la Esperanza, el público se
agolpaba para sacar las entradas. El cartel era atractivo,
no en vano lo formaban tres toreros gaditanos: Sanlúcar,
Jerez y El Puerto estaban representados.
Vestía Romero a José, cuando don Luis Estrella entró en la
habitación. Se le veía distante. No podía el apoderado
disimular su enfado por el comportamiento del torero. Sobre
todo cuando al mirarlo comprobó que estaba hecho una
piltrafa.
-¡Vaya nochecita!, ¿eh?
-No es momento, don Luis, no es momento para que me eche
nada en cara. Se terció así, y no hay más que hablar. Ya
verá usted como dentro de un rato las doy todas. Alegre esa
cara, hombre, que le voy a brindar un toro: ese ensabanao
que se corre en segundo lugar.
Una racha de viento se coló por el balcón.
-Lo que faltaba… ¿Levante?... –preguntó José.
-Parece ser que sí, según del lado que está soplando
–respondió el apoderado.
-Habrá que preguntar cómo estará la marea a la hora de la
corrida. Que se llegue El Cabeza al muelle del vapor y lo
averigüe.
La plaza presentaba un lleno hasta la bandera. La corrida
salió difícil, lo que unido al viento de levante no permitió
que los toreros se confiasen. Encastados, los Osborne
pusieron en verdaderos aprietos a los actuantes. José anduvo
mal. Sus toros llegaron a la muleta con la cabeza por el
cielo y tirando gañafones al cuello. La gente, pese a que
siempre le respetaba, en esta ocasión se enfadó con él y lo
protestó ruidosamente.
Tan mala actuación, dejó fuera de varios carteles
provinciales, ante la desesperación de su apoderado. Carente
de contratos, tieso como una mojama y adicto a la cocaína, a
la bebida y a los sablazos, José se fue degradando cada vez
más. No atendía a los consejos que le daban don Luis
Estrella y Tomás Cruz, Manolito Romero y El Cabeza. Hacía
padecer a su madre y ponía en peligro la situación de
Esther. Ésta, en un último intento por salvarle de la ruina,
anduvo los pasos para que José consiguiera una
representación de vinos muy vendibles. A ver si de esa
manera salía adelante. Todo resultó inútil.
Como estaba canino, un día le ofrecieron matar el toro del
aguardiente: un pavo de casi seiscientos kilos. Fue cogido
de mala manera y anduvo al borde de la muerte. Y todo por
cien mil pesetas. Pero lo peor estaba por venir. Lo llamaron
el mes de agosto para lidiar los temibles Isaías y Tulio
Vázquez. Y allá que dio el sí, aun sabiendo que apenas se
podía mover. Abotargada las facciones, falto de reflejos,
llevando como llevaba muchos meses sin ponerse delante de la
cara del toro, hizo el paseíllo amparado en la cocaína.
Quienes le querían rezaban por él.
Salió un Isaías con buen son y José se abrió de capa y toreó
recordando al Niño del Olivo: el torero que mejor había
manejado el capote en toda la Andalucía la Baja. Sonaron las
palmas por bulerías. La muleta de José arrancaba notas de
clamor en los tendidos. Se estaba produciendo el milagro.
Confiado, gustándose, se quedó en el sitio sin enmendarse y
el toro “lujurioso”, en su único derrote, le destrozó el
pene… Un año después, alguien lo halló muerto por una
sobredosis de cocaína. José no se quería.
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