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OPINIÓN - DOMINGO, 26 DE AGOSTO DE 2007

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

No se quería

Por Manuel de la Torre


Ese no es el camino, José.

-Venga ya, cabeza, no ves que estoy harto de que todo el mundo me dé consejos.

-Si lo hacemos es por tu bien. Que pruebas más que suficientes tienes de cómo te queremos –respondió don Luis Estrella.

La tarde de agosto se diluía en el Parque de Calderón. Desde la terraza del Bar Caza y Pesca se veía a la gente dar barzones por la calzada central, flanqueada de palmeras. Al fondo se divisaba el río enturbiado por una calina que iba en aumento.

-Mañana es la mía, no lo olvidéis. Mañana como el día de Aranjuez…

-Ojalá, José; ojalá que sea tal y como tú dices –dijo Tomás Cruz.

Tomás era banderillero y hombre de confianza.

-Joé, Tomás, no sabía yo que tenías tan poca fe en mí.

-No es en ti, José, entiéndeme, sino en la vida que llevas. Que ante los toros hay que estar muy fuerte y muy centrado.

-Por ahí viene Manolito Romero, a ver qué nos cuenta de cómo ha ido el desencajonamiento –dijo El Cabeza para evitar discusiones.

Antonio Macías, apodado El Cabeza, estaba con José desde que se les metió el toreo en las entrañas. Los dos habían recorrido España de cabo a rabo, yendo de capeas. El Cabeza no pudo siquiera debutar con picadores; pues toreando en un pueblo de la serranía –gaditana- un novillo avisado lo dejó cojitranco para siempre.

-Desembucha, Manolito; vamos, que te estamos esperando para que nos hables del ganado…

-Para, José, para, coño…, que primero me voy a atizar un latigazo; que traigo la garganta seca.

-Manolito, déjate de pamplinas y ponnos al tanto de cómo son los Osborne –Luis Estrella habló con cierta sequedad.

-Lo que usted diga, don Luis. Es una corrida normal: tres toros son terciados y tres con más cuajo y presencia. Pero de ninguno pueda decirse que sea un tío.

-¿Con cuáles te quedarías? –preguntó José al mozo de espadas.

-Con dos toros ensabanaos, muy del estilo de la Casa. Aunque yo esperaría a verlos de cerca en el sorteo de mañana.

El parque era un hervidero de muchachas paseando sin rumbo determinado a la búsqueda de novio. Cuando cruzaban por delante de la mesa de José y los suyos miraban al torero con codicia. A José se le iluminaban los ojos y no dudaba en festejar el paso de las chavalas. De pronto, se levantó, y tras decir ahora vengo, encaminó sus pasos hacia el interior del bar.

-Ya va a colocarse… -aseguró El Cabeza.

-Mira que tienes la lengua larga –contestó don Luis Estrella; quien apoderaba a José desde hacía unos meses.

-No diga usted eso, don Luis. Que no creo que nadie le tenga más voluntad que yo a José. Es más, si me apura usted un poco, sólo encontraría a la señora Josefa, su madre. Pero la verdad no tiene más que un camino. Si lo sabré yo…

-Qué guasa –se lamentó Tomás Cruz-. La clase se lo come, y vestido de torero es un cromo que gusta a todo el mundo. Pero de nada le está valiendo…

-Tampoco debemos ser tan pesimista, hombre –la voz de Romerito se iba quebrando a medida que hablaba.

-Bfff, ¡qué calor! –exclamó don Luis Estrella, al haberse quedado sin respuestas.

-Ahí viene… ¡Cuidado! –avisó El Cabeza.

-Bueno, seguro que os habrá sobrado tiempo para ponerme a parir.

En la terraza de enfrente, unos ojos llevaban clavados hacía ya tiempo en el torero. Todos los de la reunión, menos él, se habían percatado de que era Esther, la mujer de un conocido ganadero de la ciudad, que se bebía los vientos por José, aun a costa de tirar por los suelos la reputación de su marido. Pero a ella, por lo visto, le daba lo mismo ocho que ochenta. Era, además de una tormentosa relación, una situación que estaba perjudicando enormemente a José. Sin contar con que cualquier día, y ante familia tan poderosa, éste podía encontrarse con lo que menos esperaba. Y no sería, claro está, porque la pobre de su madre no se lo recordara continuamente.

-Hijo, he pasado por la muerte de tu padre, que llenaba toda mi vida; he pasado por sufrir en silencio el saber que te juegas la vida ante el toro; pero no quiero que vengan a decirme un día que has aparecido muerto en cualquier descampado. Y todo por culpa de esa mujer…

Mas José, en momentos así, se daba las trazas suficientes para cambiarle la cara de preocupación que lucía su madre. Madrero, por excelencia, cogía del talle a la señora Josefa y la elevaba hasta el cielo, como él decía. La besuqueaba, le echaba todos los piropos habidos y por haber, y a ella, entonces, se le encendían las mejillas, le entraba la risa floja y acababa por rendirse a las carantoñas de un hijo experto en el arte de seducir.

En cuanto a Esther, había llegado muy joven al pueblo, desde su Londres natal, contratada como institutriz de una casa rica. Y en ella conoció a quien terminaría siendo su marido. Era alta, rubia, ojizarca y lucía piel de porcelana. Si bien los hombres se quedaban cuajados ante su boca y sus pechos.

Vivía Esther tan feliz y tan ricamente bien hasta que una tarde de toros José la vio en una contrabarrera, cerquita del burladero de matadores, y mandó a Manolito Romero con el capote de paseo para que ella pudiera apoyar todo su garbo en él. A partir de entonces la inglesa se encandiló, quedó desnortada y a merced de alguien que manejaba lo de agradar e interesar tan bien como cuando toreaba con la izquierda, citando de frente, dando el pecho y girando la muñeca para llevar al toro embebido en la tersura de su muleta.

-Vaya, hombre, parece que ha cambiado a levante…

-Coño, cabeza -dijo Tomás Cruz-, no anuncies mal bajío. Es lo que nos faltaba mañana: tener que lidiar con un viento más peligroso que el toro en sí.

Don Luis Estrella habló de que ya era hora de levantarse porque convenía que el matador se retirara pronto a descansar. Sus palabras coincidieron con un cruce de miradas entre Manolito Romero y El Cabeza, quienes sabían de sobra que en cuanto José se diera cuenta de la presencia de Esther todo podía pasar menos que se fuera a la cama a descansar. Entretanto, José Parecía haber perdido las ganas de seguir pegando la hebra, andaba como ausente de cuanto acontecía a su alrededor. En ese preciso momento, la inglesa cruzó la calzada y se acercó adonde estaban ellos.

-Buenas noches, señores, ¿se puede saber que tal anda el matador?...

Ninguno supo responder a las palabras de Esther. Ni siquiera la conocida caballerosidad de don Luis Estrella salió a relucir. Y es que nunca antes ella se había atrevido en público a tanto. Bien desesperada debía estar para haber dado semejante paso, pensaron todos a una. Parecía mentira que una señora perteneciente a la mejor sociedad se pusiera el mundo por montera.

Las pupilas de José, como alfileres, recorrieron el cuerpo de Esther con parsimonia y dureza al mismo tiempo. Ella no se achantó lo más mínimo y se dejó transitar sin decir ni pío.

-¿Se puede saber qué quiere la señora a estas horas? –preguntó José con su miaja de guasa.

-Nada… Salí a dar una vuelta sin el coche, con el único propósito de ver cómo estaba de animado el parque. Y ha sido por casualidad que os he visto. En fin, ya me voy.

-Espera…, que te acompaño hasta el final del paseo. Ahora vuelvo…

Don Luis Estrella se quedó petrificado. Mientras los demás tenían la certeza de que el maestro ni volvía ni estaría localizable hasta bien entrada ya la mañana. Que ya se encargaría ella de ponerse en contacto con Manolito Romero para darle las instrucciones oportunas. Seguro, se dijo el mozo de espada para entre sí, que el marido de Esther estaba de viaje y capaz era ella de llevárselo a la finca de los cuatro pinos.

El aviso que recibió Manolito Romero por medio de una empleada de la señora, decía que el maestro se iba a vestir en el hotel España. Que se fuera para allá con todos los trastos. Eran casi las dos de la tarde, cuando llegando el mozo de espadas al hotel se bajaba también de un coche el matador.

-Déjame sobarla un poco, Manolito -dijo José a modo de saludo.

-¡Ya es hora de comer!...

-¡Vaya pesao que estás tú, hoy! Bueno, te haré caso: que me preparen un caldito. Todo lo demás me sobra.

-¿Me has traído el vestido grana y oro?

-Sí.

-¿Qué tal mi lote…?

-Bien. Te ha tocado un toro ensabanao y otro negro zaino. El primero es galguero y astifino; el segundo es más recogido de cuerna y de más kilos.

-Esta tarde, salvo don Luis Estrella y El Cabeza, no quiero ninguna otra visita. Ah, en cuanto llegue El Cabeza, le dices que vaya donde él ya sabe y que le diga al gachó que mañana iré yo a darle la tela.

-Lo que tú digas, José; lo que tú digas.

En las taquillas de la calle de la Esperanza, el público se agolpaba para sacar las entradas. El cartel era atractivo, no en vano lo formaban tres toreros gaditanos: Sanlúcar, Jerez y El Puerto estaban representados.

Vestía Romero a José, cuando don Luis Estrella entró en la habitación. Se le veía distante. No podía el apoderado disimular su enfado por el comportamiento del torero. Sobre todo cuando al mirarlo comprobó que estaba hecho una piltrafa.

-¡Vaya nochecita!, ¿eh?

-No es momento, don Luis, no es momento para que me eche nada en cara. Se terció así, y no hay más que hablar. Ya verá usted como dentro de un rato las doy todas. Alegre esa cara, hombre, que le voy a brindar un toro: ese ensabanao que se corre en segundo lugar.

Una racha de viento se coló por el balcón.

-Lo que faltaba… ¿Levante?... –preguntó José.

-Parece ser que sí, según del lado que está soplando –respondió el apoderado.

-Habrá que preguntar cómo estará la marea a la hora de la corrida. Que se llegue El Cabeza al muelle del vapor y lo averigüe.

La plaza presentaba un lleno hasta la bandera. La corrida salió difícil, lo que unido al viento de levante no permitió que los toreros se confiasen. Encastados, los Osborne pusieron en verdaderos aprietos a los actuantes. José anduvo mal. Sus toros llegaron a la muleta con la cabeza por el cielo y tirando gañafones al cuello. La gente, pese a que siempre le respetaba, en esta ocasión se enfadó con él y lo protestó ruidosamente.

Tan mala actuación, dejó fuera de varios carteles provinciales, ante la desesperación de su apoderado. Carente de contratos, tieso como una mojama y adicto a la cocaína, a la bebida y a los sablazos, José se fue degradando cada vez más. No atendía a los consejos que le daban don Luis Estrella y Tomás Cruz, Manolito Romero y El Cabeza. Hacía padecer a su madre y ponía en peligro la situación de Esther. Ésta, en un último intento por salvarle de la ruina, anduvo los pasos para que José consiguiera una representación de vinos muy vendibles. A ver si de esa manera salía adelante. Todo resultó inútil.

Como estaba canino, un día le ofrecieron matar el toro del aguardiente: un pavo de casi seiscientos kilos. Fue cogido de mala manera y anduvo al borde de la muerte. Y todo por cien mil pesetas. Pero lo peor estaba por venir. Lo llamaron el mes de agosto para lidiar los temibles Isaías y Tulio Vázquez. Y allá que dio el sí, aun sabiendo que apenas se podía mover. Abotargada las facciones, falto de reflejos, llevando como llevaba muchos meses sin ponerse delante de la cara del toro, hizo el paseíllo amparado en la cocaína. Quienes le querían rezaban por él.

Salió un Isaías con buen son y José se abrió de capa y toreó recordando al Niño del Olivo: el torero que mejor había manejado el capote en toda la Andalucía la Baja. Sonaron las palmas por bulerías. La muleta de José arrancaba notas de clamor en los tendidos. Se estaba produciendo el milagro. Confiado, gustándose, se quedó en el sitio sin enmendarse y el toro “lujurioso”, en su único derrote, le destrozó el pene… Un año después, alguien lo halló muerto por una sobredosis de cocaína. José no se quería.
 

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