Fiestas populares, agonizar de la tarde en un día
cualquiera, fin de una manifestación abertzale. Salidos de
la oscuridad de una taberna o un portal, brotando en medio
de cualquier celebración, un enjambre de jóvenes abertzales
se aplican con fervor a la quema de papeleras, contenedores
de basura o de cajeros automáticos, de autobuses o de alguna
tienda. Otras veces las «hazañas» adoptan un formato casi
deportivo: las habilidades de lanzamiento y la puntería son
importantes para el apedreamiento de vehículos y transeúntes
o para incendiar algún que otro edificio (mejor si es una
sede de algún partido político o un juzgado) con un buen
cóctel molotov. Y, naturalmente, también cabe la opción del
insulto «liberador» o el valiente apaleamiento a un
político, un ertzaina, etcétera. Algunos lo llaman «lucha
callejera», también «kale borroka».
La Prensa de los últimos días reitera noticias sobre la «kale
borroka» en el mes de agosto, y algún que otro cronista
denunciaba su «reaparición». La propia Ertzaintza advertía
hace una semana de que sus manifestaciones se recrudecerían.
Entre tanto, el alcalde de San Sebastián se quejaba de la
falta de voluntad del lehendakari para poner fin a las
calaveradas de «catorce chavales con unas capuchas».
¿Reaparición?, ¿chavales con capuchas? Ninguna de estas dos
expresiones es demasiado exacta. Ambas desfiguran la
realidad del problema.
La «kale borroka» no ha reaparecido. Simplemente se ha
intensificado después de dos meses de menor actividad. Entre
abril y diciembre de 2006, durante la fase de verdadera
tregua, se produjeron 259 incidentes de «kale borroka», y
otros 264 tuvieron lugar entre enero y mayo del presente
año, destacando los 155 del mismo mes en que se celebraron
las elecciones autonómicas vascas (datos elaborados por el
Foro de Ermua).
Lo de los «catorce chavales encapuchados» recuerda otras
denominaciones igualmente inexactas proferidas en otros
tiempos por el inefable Xabier Arzalluz: «gamberros»,
«chicos de la gasolina». Semejantes calificaciones rebajan
la gravedad de las agresiones referida y sugieren una falsa
idea de espontaneidad.
A decir verdad, los orígenes del fenómeno son ya
sobradamente conocidos. La «kale borroka» es una modalidad
clásica de protesta política violenta trasfigurada por ETA
en método de acción terrorista. Podemos adjetivarlo como un
terrorismo de «baja intensidad», puesto que pretende
contribuir a la instauración de un clima de miedo o terror
sin producir víctimas mortales. Aunque ya antes se había
utilizado a algunos grupos juveniles con fines terroristas,
los «borrokas» se convierten en protagonistas de la vida
cotidiana en el País Vasco a raíz del duro golpe infligido a
ETA por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en
1992. Al caer la cúpula de ETA en Bidart, las bases formulan
una nueva estrategia destinada a forzar el reconocimiento
del derecho de autodeterminación del «pueblo vasco» mediante
la puesta en práctica de un conjunto de tácticas
«desestabilizadoras». Se pretendía «socializar el
sufrimiento», acabar con la apariencia de que la violencia y
el poder detentado por ETA en el País Vasco sólo ponía en
riesgo a militares, policías y funcionarios.
Ningún opositor real o potencial al proyecto radical
abertzale debe creerse inmune, ni siquiera los nacionalistas
del PNV o la Ertzaintza, mucho menos los políticos e
intelectuales españolistas o quienes tienen la desfachatez
de convocar manifestaciones públicas contra ETA (por
ejemplo, para exigir el fin de algunos secuestros). ¿Y cómo
se da extensión «social» al sufrimiento? Pues acosando y
asesinando a los enemigos del pueblo y tomando la calle con
espectacularidad y violencia. Es decir, practicando la «kale
borroka». O como reza un lema de amplio consumo entre los
jóvenes de Jarrai (y después Haika o Segi): «¡Jaia, Borroka...ta
segui Aurrera!», «Fiesta, lucha y sigamos adelante».
Desde su inicio hasta hoy la actividad de los «borrokas» ha
alternado fases de aceleración y declive. El momento de
menor incidencia coincide con el periodo de máxima presión
policial y judicial y de plena aplicación del Pacto por las
Libertades y Contra el Terrorismo. En cambio, los sucesivos
repuntes de la «kale borroka» no pueden entenderse si no se
atiende a tres factores esenciales: a) la permanente
coordinación entre los ejecutores de la violencia callejera
y la estrategia política de ETA; b) la inhibición de la que
el Gobierno autonómico vasco ha hecho gala en diversos
momentos respecto a su obligación de atajar las agresiones «borrokas»;
c) los variados efectos que aquella actividad promueve en
beneficio de la organización terrorista: control de la
calle, demostraciones de fuerza, formación de futuros
miembros de ETA, protesta contra operaciones policiales y
decisiones políticas y judiciales que contravienen los
intereses de los terroristas, influjo sobre procesos
electorales, etcétera.
Finalmente, debemos preguntarnos por la relación de los
últimos éxitos policiales con el último repunte de la «kale
borroka». Algunos afirman que aquellos éxitos y la ausencia
de atentados mortales explican la violencia callejera: sería
la única forma de violencia que ETA puede ejercitar en estos
momentos. Es una posibilidad, pero caben otras. Es dudoso
que los etarras no puedan volver a pegar tiros en la nuca si
realmente se lo propusieran. Aunque es mejor no confiarse
(recuerden que «todos los frentes están abiertos»). Quizás
ETA no crea conveniente causar muertes antes de las
elecciones generales: las muertes podrían contribuir a un
cambio de gobierno que cerraría toda opción de reanudar
negociaciones políticas con el Estado en los próximos años.
Pero aunque ese fuera su verdadero planteamiento, los
terroristas también necesitan recordar a sus paisanos y a
sus adversarios políticos que aún aspiran a dominar el
territorio, que la violencia sigue siendo su principal
recurso, que podrían devolverles al caos de las bombas y los
muertos si no se les da lo que quieren... Y no hay nada
mejor que el ruido y las luces (incendiarias) de la «kale
borroka» para dar publicidad a ese mensaje que aplaza el
asesinato, pero no lo clausura.
* El ceutí Luis de la Corte Ibáñez es profesor de
Psicología Social en la Universidad Autónoma de Madrid y
autor, entre otros, del libro ‘La Lógica del terrorismo’ y
colaborador asiduo de diferentes periódicos nacionales como
ABC, donde ayer publicó este artículo.
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