La manada de timadores hace
estragos en una sociedad que juega al engaño como
divertimento. Es el resultado de haber ascendido la picardía
a la normalidad y los pícaros al altar de héroes. Tal y como
está el patio de sucio, engañar al que engaña puede llegar a
ser hasta educativo. A base de dar escarmientos, quizás
resplandezca mejor la verdad. Puede que para ahuyentar el
chantaje sutil, tan de moda en estos tiempos de desfalco
descarado, haya que alzar la voz con más autenticidad y
plantar cara a los carotas. Hay lecciones que se toman con
la práctica. Teniendo en cuenta que la mentira más común hoy
en día es engañarse a sí mismo, la idiotez se sirve en
bandeja. Hay quien dijo que el arte de agradar es el arte de
engañar, quizás no le faltase razón, porque el ambiente cada
día se parece más a una pasarela de disfraces, donde la
seducción casi siempre va aparejada a una compraventa de
futuro feliz. Para eso, con vivir el presente tenemos ya
bastante. Reconozco que el cebo no puede ser más tentador,
sobre todo para los jóvenes que piensan que el dinero lo es
todo, algo que lo han experimentado en propias carnes sus
abuelos.
Tomar como presa a unos ancianos siempre es fácil. Es lo que
deben pensar los estafadores. Han sufrido escasez de todo,
han pasado hambre y calamidades en ración masiva, han
conocido el miedo en las puertas del alma; de ahí que,
cualquier notificación de titularidad poderosa, siempre la
van a tomar en serio. Pero esto no significa que traguen. La
vida vivida injerta un sexto sentido. Cerca de cien
denuncias de ancianos, en diferentes ciudades españolas,
reflejaban cómo un individuo que se hacía pasar por empleado
de una importante compañía de seguros o de una conocida
empresa de servicios (luz, teléfono, etc.) les había
estafado una cantidad que rondaba los cuatrocientos euros.
Se olvidó el timador, o la red de timadores, que el anciano
por muy tonto que sea, es un hombre que ya está de vuelta,
mientras observa las idas y venidas de los demás. Por eso,
estos estafadores han caído en su propia ratonera, y aunque
la operación policial se inició hace un año, la pesadilla
parece haber terminado metiendo entre rejas a estos
farsantes del engaño, para más bochorno también productores
de billetes falsos, siempre dispuestos a dar el sablazo a un
abuelo que se pusiera a tiro.
Lo de los abuelos es una anécdota, si tuviésemos en cuenta
los abusos que se producen a diario y no los hubiésemos
llevado al terreno de lo normal, que es tanto como decir, de
aguantarse con la cruz. El fraude se ha extendido tanto que
ya se confunde la simulación con la realidad. Lo cierto es
que nadie está a salvo de ser víctima de una emboscada. Unas
veces se impone la burla por violencia, sin el más mínimo
signo de remordimiento, otras veces por despecho y traición.
En la base de todas estas formas de no-verdad, donde la
estafa campea a sus anchas, hay una concepción errónea de no
llamar a las cosas por su nombre y de no hacer justicia a su
debido tiempo. Hay errores que al final la sociedad paga
caro. Uno de ellos, sin duda, es hacer la vista gorda frente
al diluvio de pillajes y de manipulaciones tan evidentes
que, el mismo estraperlo, se ha convertido en moneda de
cambio. Convendría, pues, para cambiar de aires, que padres
y educadores no renunciasen a su deber de proponer a los
niños y a los jóvenes la tarea de elegir un proyecto de vida
orientado a no dar gato por liebre, a que la verdad gobierne
en todos los muros de la patria mía, aunque cueste sudor y
lágrimas. En todo caso, negarse a que el engaño se haga
dueño de todos, me parece que es lo humano.
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