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OPINIÓN - JUEVES, 23 DE AGOSTO DE 2007

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Confidencias de mujer

Por Manuel de la Torre


Tras leer la tuya, comprendí que mi carta te había sentado como un tiro. Vamos, que te puso en el disparadero. Porque de no ser así, trabajo me cuesta entender cómo es posible expresar tamaña irritación en tan pocas líneas. Me parece, por lo bien que creo conocerte, que te has partido de ligera en esta ocasión. No cabe duda de que te has dejado llevar por ese tumulto interior, tan propicio a que los sentimientos salgan desordenadamente. Y todo porque me he permitido hablarte de una relación incipiente, que tantas ilusiones han reavivado en mí.

No es la primera vez, querida Amparo, que te recuerdo la necesidad que tenemos de exponer nuestros sentimientos con cierta tibieza. Circunstancia que exige, claro está, pasarlos primeramente por el tamiz de la espera, con el fin de alejarlos de las prisas impuestas por un corazón desbocado. Ya que nunca es bueno el descontrol de las palabras, pues se acaba siempre haciendo más daño que otra cosa.

Negar que tu carta, sucinta y acalorada donde las haya, me produjo gran tristeza, sería faltar a la verdad. Como asimismo me sentí herida hasta el punto de que hube de hacer acopio de mucho aguante para no decirte lo que pensaba de ti en tales momentos. Lo cual no impide que te recuerde el mucho afecto que te sigo teniendo. Un afecto nada mermado por la escritura de unas líneas tuyas tan impertinentes como faltas de tacto. Eso sí, imaginar no quiero que mis confidencias sirvieran para desatar ese ataque de celos que vislumbré en tus palabras. En fin, pelillos a la mar…, y paso seguidamente a referirte cosas.

Cuando te dije que creía firmemente en que la amistad entre mujeres es mucho mejor, tengo la impresión de que entendiste mal, o bien mi explicación fue insuficiente o desacertada. He de aclararte, por tanto, que ni soy lesbiana decidida ni nada por el estilo. Pero la verdad es que el hombre que tengo a mi lado me vale solamente por razones económicas y no sexuales. Aunque esta situación no debe cogerte por sorpresa… Pues ha sido muchas veces motivo de conversación entre nosotras, dada la amistad que nos profesamos y el grado de intimidad a la que ella nos ha llevado.

Sin embargo, amparándome en esa intimidad y en que las dos somos depositarias de nuestras cuitas y, por qué no, de nuestras escasas dichas, al margen de una posición desahogada en la vida, debo sincerarme contigo en cuanto a lo que me viene sucediendo desde que tú estás fuera. Cierto es que en la primera misiva te hablé de Conchita muy por encima y, posiblemente, con ambigüedad. Pero ahora, al cabo de dos meses, me parece estar en condiciones de aclararte lo que me ocurre. Naturalmente, Amparo, confiada en que mediante la tranquilidad juzgue los hechos y respondas atinadamente para ayudar a una amiga que pasa por un trance apasionado y peligroso.

De Conchita creo recordar que te dije que andaba en los 20 años y que la conocí porque me la presentó Encarna: su madre y conocida nuestra. Ocurrió en la peluquería… Imagínate: cuerpo de gimnasio, embutido en minifalda y una camisa pezonera. Es, además, pelirroja y ojizarca. Observé sus movimientos y pronto comprendí que es mujer que se excita con su propio atractivo. Lo cual no deja de ser una versión sana de narcisismo. Y mientras algunas clientas la miraban con ojos de carnero a medio morir, producto de la envidia, yo me complacía darle a mis ojos alegría Macarena.

Me la tropecé tres días después por el centro de la ciudad y se mostró como si me conociera de toda la vida. De manera que me propuso merendar en una cafetería situada en una costanilla recoleta y alejada de la calle principal. Y nos pusimos a pegar la hebra sin tomarnos el menor respiro. Y he de confesarte, amiga mía, de qué manera su conversación, llena de sentido, contagiaba optimismo. Máxime cuando, desde tu marcha, quedé huérfana de alguien capaz de hablar de todo.

No sé a ciencia cierta el porqué, tal vez porque le insinué mis miedos a ponerme delante del espejo, pero el caso es que me insufló todos los ánimos que últimamente venía implorando. Fue de pronto cuando Conchita me pidió que me levantara y, en un santiamén, logró rebatirme todos los puntos flacos que yo creía ver en mi desnudez. Es más: me alentó a andar con el garbo suficiente para llamar la atención de los hombres. Salí de la cafetería, como comprenderás, dichosa en extremo y sintiéndome una mujer distinta. No era para menos…, sobre todo cuando tú y yo sabemos lo descuidados que son nuestros maridos y las de veces que hemos ansiado una palabra amable o un decirnos que estamos aún de muy buen ver a nuestra edad.

Nos despedimos diciéndonos que haríamos todo lo posible por vernos prontamente. Si bien pasaron cuatro días que se me antojaron eternos. Y mira por dónde Enrique llegó y me dijo que salía de viaje esa tarde y que no regresaría en un mes. Y a mí, a qué negarlo, se me alegraron todas las pajarillas y sólo tuve ya una idea en mente: telefonear a Conchita. Marqué su número y la suerte se alió conmigo: era ella la que se había puesto al aparato y aceptó la invitación. Así que dos horas más tarde, dos horas que se me hicieron interminables, sonó el timbre de la puerta y allá que hube de controlarme para no traslucir mi agitación.

Estaba allí, retorciéndose de pie, con esa naturalidad causada por el estilo innato. Sexy y deseable. Mirando mi alelamiento con una expresión alegre, vital y desenfadada. “¿Me invitas a pasar?”… Sus palabras me hicieron reaccionar. Atravesó el umbral dejándose ver, es decir, andando con ese ligero contoneo tan peculiar en ella; más bien deslizándose. ¡Si la hubieras visto!...

Evidentemente será absurdo tratar de convencerte, con lo dicho hasta ahora, de que en mí todavía no anidaba ningún interés sexual por esta mujer; pero ni quiero engañarte ni engañarme. Había solamente admiración por ella, andaba prendada de su estilo y de ese garabato arrebatador con que se muestra en todos sus movimientos. Ahora bien, cuanto ha ido sucediendo, después de que yo te escribiera la primera carta, es ya harina de otro costal. Y, desde luego, has de saber que no me arrepiento de nada.

A partir de entonces, y aprovechando el viaje de mi marido, todo tiempo nos parecía poco para estar juntas. De ahí que nada más echarnos abajo de la cama, lo primero que hacíamos es llamarnos. Hasta que una noche se nos hizo muy tarde y Conchita accedió a quedarse a dormir conmigo. Lo demás…, Amparo, llego por añadidura.

Y en verdad que no debo llamarme a engaño, ni mucho menos. Puesto que de sobra sabía yo de qué manera iba colándome por la veinteañera. Imposible, pues, explicarte con palabras su influencia sobre mí. En todo caso, bendito sea ese dominio de la situación, si a cambio me sigue colmando de satisfacciones. Unas satisfacciones, créeme, de las que no haré renuncia así por las buenas.

Me vas a permitir que te hable de ella un poco más, porque necesito hacer partícipe a alguien de mi entusiasmo actual y únicamente te tengo a ti. Conchita es de sonrisa frecuente; sonríe, además, con la boca abierta y deja ver claramente una dentadura perfecta. Cuando hace viento, su melena pelirroja revolotea con naturalidad. Es divertida, alegre y mimosa. Me gusta tocar su piel sedosa y sentir su tacto; pero es ella la que lleva la voz cantante y siempre acaba dejándome derrengada.

La semana pasada apareció vestida de rojo y con tacones altos, una preciosidad en toda regla; lo que yo te diga. El vestido le permitía enseñar moderadamente el nacimiento de sus pechos. Me habló de salir… A lo cual me negué rotundamente. Fue nuestro primer conato de discusión. Y todo porque no supe controlar un principio de celos. Pensé que estaba estupenda para exponerla a los ojos de los demás y preferí la intimidad de la casa. Porque esa es otra: me doy a todos los demonios cuando alguien clava los ojos en ella.

Aún no te he hablado de la boca de Conchita…: De dulce, Amparo, de dulce; todo cuanto a propósito de ella te diga es poco. Sensual, carnosa, rosada, levemente fruncida, con la hendidura del labio superior muy marcada y el labio inferior grueso. ¡Ay, si la vieras excitada!... ¡Cómo se le hinchan y enrojecen los labios!

En lo tocante a la nariz, con decirte que es respingona está todo dicho. Fíjate, sin embargo, que siendo sus pechos pequeños, aunque de pezones relativamente grandes, yo no me canso de verlos y recrearme en ellos. En ocasiones siento cómo me atraen insistentemente. Es entonces cuando ella destaca lo mucho que le gusta mi morbosidad. En realidad, ante ellos no tengo hartura.

Podría seguir contándote cosas y cosas y describirte su cuerpo una y mil veces más; y hablarte de sus olores y relatarte sus habilidades para demorarse allí… donde me hace gemir hasta la extenuación; y referirte las muchas situaciones de placer que llevamos vividas en tan corto espacio de tiempo. Si bien, amiga, por hoy creo que ya es bastante. Aunque te ruego, como no podía ser de otra forma, que entiendas mi situación y que me juzgue con la benevolencia que el caso merece. Sobre todo porque nadie mejor que tú conoces los descuidos de mi marido. ¡Y ya está bien!...

Tu amiga, que te quiere.
 

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