Tras leer la tuya, comprendí que mi carta te había sentado
como un tiro. Vamos, que te puso en el disparadero. Porque
de no ser así, trabajo me cuesta entender cómo es posible
expresar tamaña irritación en tan pocas líneas. Me parece,
por lo bien que creo conocerte, que te has partido de ligera
en esta ocasión. No cabe duda de que te has dejado llevar
por ese tumulto interior, tan propicio a que los
sentimientos salgan desordenadamente. Y todo porque me he
permitido hablarte de una relación incipiente, que tantas
ilusiones han reavivado en mí.
No es la primera vez, querida Amparo, que te recuerdo la
necesidad que tenemos de exponer nuestros sentimientos con
cierta tibieza. Circunstancia que exige, claro está,
pasarlos primeramente por el tamiz de la espera, con el fin
de alejarlos de las prisas impuestas por un corazón
desbocado. Ya que nunca es bueno el descontrol de las
palabras, pues se acaba siempre haciendo más daño que otra
cosa.
Negar que tu carta, sucinta y acalorada donde las haya, me
produjo gran tristeza, sería faltar a la verdad. Como
asimismo me sentí herida hasta el punto de que hube de hacer
acopio de mucho aguante para no decirte lo que pensaba de ti
en tales momentos. Lo cual no impide que te recuerde el
mucho afecto que te sigo teniendo. Un afecto nada mermado
por la escritura de unas líneas tuyas tan impertinentes como
faltas de tacto. Eso sí, imaginar no quiero que mis
confidencias sirvieran para desatar ese ataque de celos que
vislumbré en tus palabras. En fin, pelillos a la mar…, y
paso seguidamente a referirte cosas.
Cuando te dije que creía firmemente en que la amistad entre
mujeres es mucho mejor, tengo la impresión de que entendiste
mal, o bien mi explicación fue insuficiente o desacertada.
He de aclararte, por tanto, que ni soy lesbiana decidida ni
nada por el estilo. Pero la verdad es que el hombre que
tengo a mi lado me vale solamente por razones económicas y
no sexuales. Aunque esta situación no debe cogerte por
sorpresa… Pues ha sido muchas veces motivo de conversación
entre nosotras, dada la amistad que nos profesamos y el
grado de intimidad a la que ella nos ha llevado.
Sin embargo, amparándome en esa intimidad y en que las dos
somos depositarias de nuestras cuitas y, por qué no, de
nuestras escasas dichas, al margen de una posición
desahogada en la vida, debo sincerarme contigo en cuanto a
lo que me viene sucediendo desde que tú estás fuera. Cierto
es que en la primera misiva te hablé de Conchita muy por
encima y, posiblemente, con ambigüedad. Pero ahora, al cabo
de dos meses, me parece estar en condiciones de aclararte lo
que me ocurre. Naturalmente, Amparo, confiada en que
mediante la tranquilidad juzgue los hechos y respondas
atinadamente para ayudar a una amiga que pasa por un trance
apasionado y peligroso.
De Conchita creo recordar que te dije que andaba en los 20
años y que la conocí porque me la presentó Encarna: su madre
y conocida nuestra. Ocurrió en la peluquería… Imagínate:
cuerpo de gimnasio, embutido en minifalda y una camisa
pezonera. Es, además, pelirroja y ojizarca. Observé sus
movimientos y pronto comprendí que es mujer que se excita
con su propio atractivo. Lo cual no deja de ser una versión
sana de narcisismo. Y mientras algunas clientas la miraban
con ojos de carnero a medio morir, producto de la envidia,
yo me complacía darle a mis ojos alegría Macarena.
Me la tropecé tres días después por el centro de la ciudad y
se mostró como si me conociera de toda la vida. De manera
que me propuso merendar en una cafetería situada en una
costanilla recoleta y alejada de la calle principal. Y nos
pusimos a pegar la hebra sin tomarnos el menor respiro. Y he
de confesarte, amiga mía, de qué manera su conversación,
llena de sentido, contagiaba optimismo. Máxime cuando, desde
tu marcha, quedé huérfana de alguien capaz de hablar de
todo.
No sé a ciencia cierta el porqué, tal vez porque le insinué
mis miedos a ponerme delante del espejo, pero el caso es que
me insufló todos los ánimos que últimamente venía
implorando. Fue de pronto cuando Conchita me pidió que me
levantara y, en un santiamén, logró rebatirme todos los
puntos flacos que yo creía ver en mi desnudez. Es más: me
alentó a andar con el garbo suficiente para llamar la
atención de los hombres. Salí de la cafetería, como
comprenderás, dichosa en extremo y sintiéndome una mujer
distinta. No era para menos…, sobre todo cuando tú y yo
sabemos lo descuidados que son nuestros maridos y las de
veces que hemos ansiado una palabra amable o un decirnos que
estamos aún de muy buen ver a nuestra edad.
Nos despedimos diciéndonos que haríamos todo lo posible por
vernos prontamente. Si bien pasaron cuatro días que se me
antojaron eternos. Y mira por dónde Enrique llegó y me dijo
que salía de viaje esa tarde y que no regresaría en un mes.
Y a mí, a qué negarlo, se me alegraron todas las pajarillas
y sólo tuve ya una idea en mente: telefonear a Conchita.
Marqué su número y la suerte se alió conmigo: era ella la
que se había puesto al aparato y aceptó la invitación. Así
que dos horas más tarde, dos horas que se me hicieron
interminables, sonó el timbre de la puerta y allá que hube
de controlarme para no traslucir mi agitación.
Estaba allí, retorciéndose de pie, con esa naturalidad
causada por el estilo innato. Sexy y deseable. Mirando mi
alelamiento con una expresión alegre, vital y desenfadada.
“¿Me invitas a pasar?”… Sus palabras me hicieron reaccionar.
Atravesó el umbral dejándose ver, es decir, andando con ese
ligero contoneo tan peculiar en ella; más bien deslizándose.
¡Si la hubieras visto!...
Evidentemente será absurdo tratar de convencerte, con lo
dicho hasta ahora, de que en mí todavía no anidaba ningún
interés sexual por esta mujer; pero ni quiero engañarte ni
engañarme. Había solamente admiración por ella, andaba
prendada de su estilo y de ese garabato arrebatador con que
se muestra en todos sus movimientos. Ahora bien, cuanto ha
ido sucediendo, después de que yo te escribiera la primera
carta, es ya harina de otro costal. Y, desde luego, has de
saber que no me arrepiento de nada.
A partir de entonces, y aprovechando el viaje de mi marido,
todo tiempo nos parecía poco para estar juntas. De ahí que
nada más echarnos abajo de la cama, lo primero que hacíamos
es llamarnos. Hasta que una noche se nos hizo muy tarde y
Conchita accedió a quedarse a dormir conmigo. Lo demás…,
Amparo, llego por añadidura.
Y en verdad que no debo llamarme a engaño, ni mucho menos.
Puesto que de sobra sabía yo de qué manera iba colándome por
la veinteañera. Imposible, pues, explicarte con palabras su
influencia sobre mí. En todo caso, bendito sea ese dominio
de la situación, si a cambio me sigue colmando de
satisfacciones. Unas satisfacciones, créeme, de las que no
haré renuncia así por las buenas.
Me vas a permitir que te hable de ella un poco más, porque
necesito hacer partícipe a alguien de mi entusiasmo actual y
únicamente te tengo a ti. Conchita es de sonrisa frecuente;
sonríe, además, con la boca abierta y deja ver claramente
una dentadura perfecta. Cuando hace viento, su melena
pelirroja revolotea con naturalidad. Es divertida, alegre y
mimosa. Me gusta tocar su piel sedosa y sentir su tacto;
pero es ella la que lleva la voz cantante y siempre acaba
dejándome derrengada.
La semana pasada apareció vestida de rojo y con tacones
altos, una preciosidad en toda regla; lo que yo te diga. El
vestido le permitía enseñar moderadamente el nacimiento de
sus pechos. Me habló de salir… A lo cual me negué
rotundamente. Fue nuestro primer conato de discusión. Y todo
porque no supe controlar un principio de celos. Pensé que
estaba estupenda para exponerla a los ojos de los demás y
preferí la intimidad de la casa. Porque esa es otra: me doy
a todos los demonios cuando alguien clava los ojos en ella.
Aún no te he hablado de la boca de Conchita…: De dulce,
Amparo, de dulce; todo cuanto a propósito de ella te diga es
poco. Sensual, carnosa, rosada, levemente fruncida, con la
hendidura del labio superior muy marcada y el labio inferior
grueso. ¡Ay, si la vieras excitada!... ¡Cómo se le hinchan y
enrojecen los labios!
En lo tocante a la nariz, con decirte que es respingona está
todo dicho. Fíjate, sin embargo, que siendo sus pechos
pequeños, aunque de pezones relativamente grandes, yo no me
canso de verlos y recrearme en ellos. En ocasiones siento
cómo me atraen insistentemente. Es entonces cuando ella
destaca lo mucho que le gusta mi morbosidad. En realidad,
ante ellos no tengo hartura.
Podría seguir contándote cosas y cosas y describirte su
cuerpo una y mil veces más; y hablarte de sus olores y
relatarte sus habilidades para demorarse allí… donde me hace
gemir hasta la extenuación; y referirte las muchas
situaciones de placer que llevamos vividas en tan corto
espacio de tiempo. Si bien, amiga, por hoy creo que ya es
bastante. Aunque te ruego, como no podía ser de otra forma,
que entiendas mi situación y que me juzgue con la
benevolencia que el caso merece. Sobre todo porque nadie
mejor que tú conoces los descuidos de mi marido. ¡Y ya está
bien!...
Tu amiga, que te quiere.
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