Al final el lunes por la mañana no
llovió (el chaparrón nos cayo encima por la tarde, pateando
monte), por lo que pudimos recorrer en detalle gran parte
del anchuroso camino de ronda con 2.140 metros de perímetro
y entre 8 y 10 metros de altura de las viejas murallas
romanas de Lugo, saboreando la frescura del aire desde
algunos de los 72 cubos cilíndricos que la flanquean y sobre
las que se elevaban, airosas, torres con dos y hasta tres
pisos de altura. El soberbio conjunto defensivo, declarado
por la UNESCO “Patrimonio de la Humanidad” el 30 de
noviembre de 2000, fue levantado al igual que otros en
diferentes ciudades del Imperio a finales del siglo III de
la Era Común con la intención de proteger a la augusta
ciudad -capital administrativa del noroeste hispano- de las
violentas migraciones germánicas, cristalizadas más tarde en
varios ciclos de invasión. Desde Roma se ordenó seguir las
directrices del clásico tratado “De Arquitectura”, obra
escrita por el polígrafo Marco Vitrubio dos siglos antes.
Lugo, la “Lukos Augustu” citada por Ptolomeo en su
“Geografía” (siglo II E.C.) y fundada por la “Legio VI” en
el año 14 de la E.C. resistió eficazmente, al amparo de la
sombra de su muralla, los diferentes sitios a los que fue
sometida. Pese a todo la ciudad fue debelada en la Semana
Santa del 462, después de un desastroso ensayo de ¿”Alianza
de Culturas?”…
Sabido es que las grandes civilizaciones mueren antes por
debilidad interna, agotado su ciclo vital pese a una
aparente imagen de fortaleza, que por presiones derivadas
del exterior. La forzada cristianización tras el emperador
Constantino y su infumable Concilio de Nicea (325) no trajo
la paz interna al Imperio, peor todavía: la naciente Iglesia
Católica, crecida e incestuosamente amamantada con las
generosas ubres del Estado romano se desgajaba en diferentes
interpretaciones. Si, tras la división del Imperio romano
con la muerte de Teodosio I (395) la corriente ortodoxa se
hacía fuerte en Bizancio hasta la heroica caída de la ciudad
en manos del Islam turco en 1453, las tribus germánicas que,
empujadas por los hunos, sobrevivían pululando –ora pactando
con Roma como federados, ora dedicados a la razzia- por los
“limes” danubiano y del Rhin, eran convertidas por
misioneros cristianos al arrianismo. Una de sus pueblos, los
suevos, invaden junto a vándalos y alanos las feraces
tierras de la Hispania romana dirigiéndose al noroeste y
topándose, de frente, con las impresionantes murallas de
Lugo y su guarnición, aprestada a la defensa. De lo que
entonces ocurrió, amigos lectores, de la sangrienta matanza
tras el “Diálogo” hablaremos mañana.
Anteayer pasé por Santa Eufemia, el pequeño núcleo de
turismo rural propiedad de mi buen amigo (son más de veinte
años tomando café en la casa familiar) José Antonio González
Braña, alcalde socialista de Villanueva de Oscos. Varias
cadenas de televisión grababan los exteriores, seguidos sus
movimientos con expectación por los tres vecinos de la
aldea. A estas horas el Presidente del Gobierno de España y
su familia habrán pasado su primera noche, arrullados por el
rumor del arroyo, en estas bellas tierras asturgalaicas
cargadas de historia y con una fuerte personalidad en sus
entrañas: los Oscos. Quizás Zapatero encuentre un ratito
para reflexionar sobre su “Alianza de Civilizaciones”. Un
paseo por el adarve de las murallas romanas de Lugo podría
orearle las ideas.
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