Martina Martel lo llevaba pensando mucho tiempo. Casi desde
que él muriera hacía unos pocos de años. Pero no se decidía
nunca. ¿Cómo me recibirá? se preguntaba. ¿Me dará con la
puerta en las narices..? Y no era sólo eso lo que la
detenía, no. Era pensar si debía o no hacerlo. Si estaría
bien o estaría mal... Hasta que un día por fin no lo pensó
más y se decidió a dar aquel paso. Un día que tal vez los
remordimientos le torturaran más fuerte que otras veces. Y
resuelta y sin querer dudarlo más se puso su vestido más
sencillo, sus zapatos mas usados, y sin pintarse la cara ni
arreglarse el pelo salió de su casa hacia la casa de ella.
Ella, Rosa Vidal, estaba sentada y medio adormilada delante
de la televisión cuando oyó que llamaban en la puerta. Se
levantó y fue hacia ella. Y aunque le tenían advertido que
no abriera nunca sin mirar antes por la mirilla, no hizo
caso y abrió. Por eso se la encontró de golpe, de sopetón.
Pero la reconoció al instante. Y eso aunque había cambiado
tanto como ella misma que ni mirarse al espejo quería y lo
evitaba siempre que podía. Pues igual estaba la otra. Con
idénticas arrugas en la cara, con idéntico cabello blanco y
escaso y con mirada opaca y apagada.
- ¿Sabes quién soy? - preguntó la mujer cuya figura se
recortaba en el umbral.
- Claro, mujer, no creerás que te he olvidado.
Y aunque en el tono no se percibía ninguna intención,
Martina Martel se mordió ligeramente los labios.
Seguidamente la dueña de la casa abrió de par en par la
puerta y dijo:
- Pero pasa, pasa y siéntate, mujer.
Y la otra pasó. Entraron ambas en una salita pequeña, de
muebles muy modestos y ajados. Las cortinas se veían viejas
y descoloridas y las paredes parecían corno si hiciera mucho
tiempo que no se pintaban. Así estaba aquella triste salita.
- Vengo, Rosa - dijo Martina Martel - porque necesitaba
hablar contigo.
La dueña de la casa la hizo sentar en el deslucido sofá,
sentándose a su vez en una silla frente a ella.
- Deseo que me perdones, Rosa, el mal que te hice. Yo sé que
no tengo perdón. Pero te diré que he vivido todo este tiempo
con este remordimiento que, aunque no lo creas, no me ha
dejado vivir en paz.
Rosa Vidal la escuchó sin mover ni un sólo músculo de su
cara. Mirándola solamente, mirándola con sus ojos ya un poco
miopes y un mucho cansados, Martina Marte prosiguió:
- También quiero que sepas que no todo fue un camino de
rosas, ¿sabes? No, no lo fue, Rosa. Al contrario.
La dueña de la casa sonrió, pero tan imperceptiblemente, tan
para sus adentros que ni siquiera se distendieron sus
labios. No dijo nada. Esperó que la otra continuase. Pero
pareciéndole en el fondo mentira todo. Mentira que hubieran
pasado más de cincuenta años desde aquello. Mentira todo lo
que ocurrió. Y mentira que ahora, ella, Martina Martel, su
otrora amiga, estuviese allí, sentada frente a ella en su
propia casa.
- Quiero que sepas también - continuó la Martel diciendo -,
que apenas si he sido feliz ni un sólo día. Y quiero
decírtelo por si te sirve de consuelo. Para que sepas que si
alguna vez me has envidiado, no has tenido motivos para
ello. No sabes de lo que te libraste. Que te sirva de
consuelo - repitió.
Pobre y tardío consuelo
Consuelo a estas alturas... Pobre consuelo, tardío consuelo,
pensó Rosa Vidal moviendo la cabeza ligeramente, aunque
aquel movimiento no revelase si asentía o negaba. Martina
Martel prosiguió hablando. Se le notaba que sentía una
imperiosa necesidad de hablar, de echar afuera todo lo que
tenía dentro y le torturaba, que le había torturado
seguramente durante aquel más de medio siglo.
- Él no era, Rosa, el hombre que nos creíamos que era tú y
yo - dijo -. Él resultó ser un egoista, un ególatra que
únicamente pensaba en sí mismo. Tan bueno que parecía, ¿eh?
Pues no, era un libertino también, que derrochaba el dinero
a manos llenas entre mujerzuelas y francachelas, mientras a
mí me tenía en un puño, sin libertad para moverme ni para
manejar siquiera el dinero de los gastos de la casa. No era
dueña de nada, ni de mi propia persona. Nada era mío ni nada
me pertenecía... Un verdadero roñoso para mí. Tú no le
conocías en ese aspecto, ¿verdad?
- Nosotros nunca hablamos de dinero - arguyó Rosa Vidal -.
Ni tampoco le quería porque lo tuviese.
- Sí, me lo figuro. Pero tampoco yo me casé con él por eso.
Me casé porque me enamoré como una loca de él y te lo quité
sin pensar un segundo en el daño que te iba a causar. Que te
causé. Yo, tu mejor amiga... - Calló un momento, y como la
otra no dijera nada ni hiciera el menor gesto, continuó: -
Sé la vida que has llevado. Encerrada entre las cuatro
paredes de esta casa como una monja o una anacoreta. ¿Tanto
le querías, Rosa?
- Sí, le quería mucho - confesó Rosa Vidal -. Desde niña le
quería, tú lo sabes. Desde niñas fuimos novios y nunca pensé
ni se me pasó por la cabeza que algo o alguien se pudiera
interponer entre nosotros, en nuestro camino ni en los
planes y proyectos que teníamos desde siempre.
- ¿No lo has podido olvidar nunca, entonces? - preguntó
Martina Martel.
- Oh, sí, claro que lo olvidé. Un día me llegó el olvido.
Pero al cabo de bastante tiempo y de mucho sufrir a solas.
Ya sabes que ya no vivían mis padres ni me quedaba nadie de
familia. Pero cuando logré al fin olvidarle no por ello me
sentí aliviada ni me sentía más feliz. Había quedado tan
vacía por dentro, tan seca y como muerta, que ya no
encontraba gusto ni ilusión en nada, ni tuve fuerzas para
remontarme y mucho menos para volver a enamorarme ni pensar
en ningún otro hombre. Había pasado ya mi tiempo,
¿comprendes?
- Comprendo - asintió Martina Martel. Y añadió: - Y tú
pensando a lo mejor que yo era tan feliz, ¿no?
- Sí, te lo confieso, siempre lo creí. Tenías, en mi
opinión, al hombre mejor del mundo. La casa más grande y
bonita de casi toda la ciudad. Dinero, para que nunca te
pudiera faltar nada en la vida... Cómo iba a pensar que con
todo eso no eras feliz... Que él no era como yo le veía,
como yo le conocía... Es más, casi no lo puedo creer, me
cuesta creerlo... - dijo Rosa Vidal.
- Pues lo puedes creer. He sido muy desgraciada. Y es que el
mal que se hace a otros se vuelve contra uno mismo. Está
visto y comprobado. Y la persona que obra mal recibe siempre
su castigo. Yo recibí el mío, ya lo ves. Que ni siquiera
hijos he tenido que hubieran alegrado un poco mi vida y me
hubieran ayudado a sobrellevar mejor las penalidades que he
pasado.
- Dime, entonces - se atrevió a preguntar Rosa Vidal -aquel
embarazo por el que precipitásteis la boda ¿es que fue
simulado?
Martina Martel titubeó. Bajó los ojos por primera vez corno
si se sintiera avergonzada.
- No quisiera hablar de eso - dijo -. Me duele tanto...
- Dímelo, mujer, ¿no has venido para confesarte conmigo,
para desahogarte y liberar tu conciencia? Pues llega hasta
el final - le dijo Rosa Vidal.
Volvió a titubear Martina Martel. Pero al fin declaró:
- Fue una falsa alarma. Me asusté sobre todo por mis padres.
Ya sabes lo severos y estrictos que eran. Se hubieran
llevado un disgusto tremendo. Eran otros tiempos, tan
distintos a los de ahora, y esas cosas parecían un mundo.
Así que nos casamos lo más rápidamente que pudimos. Pero
cuando me casé ya sabía yo que no existía tal embarazo.
- ¿Y él?
- No. A él no le dije nada....
- Ya... - dijo Rosa Vidal.
Y aunque le hubiera gustado seguir preguntando, saber de la
reacción de él cuando se enteró que no había tal embarazo,
no quiso de pronto saber más, hacer más preguntas. Ya sabía
suficiente. De qué le serviría saber más. Qué más daba todo.
El ya estaba muerto. Había muerto viejo y enfermo hacía
pocos años y sin haberle vuelto a ver ella nunca más. Aunque
para ella había muerto varios años antes. Cuando el tiempo,
la vida, se lo fue borrando del corazón. Nunca de la memoria
del todo. Tanta gente que olvida al hacerse vieja, que
pierde la retentiva y la capacidad de recordar, y ella no
había olvidado nada y todo, todo, estaba fijo e inalterable
en su cabeza.
Como estaba fijo, clavado entre sus sienes, el recuerdo del
momento que se enteró que su mejor amiga, su única amiga, le
había robado el novio. El hombre que tanto significó en su
vida: todo. Y con él la perspectiva de una vida mejor, de
salir de la estrechez económica en la que siempre había
vivido; de dejar aquella casa tan pobre y vivir en aquella
otra tan grande, suntuosa y rodeada de jardines que también
le robó la Martel. Cada vez que veía aquella casa, aunque
fuese de lejos, porque bien sabía Dios que evitaba siempre
que podía su visión, se le removía algo por dentro que nunca
pudo arrancar de su alma.
Un dolor amargo
Era un dolor, una amargura, una como desesperación al pensar
en todo lo que ocurrió, en todo lo que le quitó la Martel y
sobre todo en aquella casa que tenía que haber sido suya,
que allí tenía que haber vivido ella. Que la Martel no
necesitaba aquella casa ni aquel cambio de vida pues sus
padres también eran ricos. Para ella, en cambio él, la casa,
el futuro que le aguardaba y que había tenido al alcance de
su mano lo hubiera sido todo. Hubiera sido como un sueño que
se hace realidad...
Ni siquiera ahora, que se había enterado de como en realidad
era él, dejaban de hacerle daño los recuerdos. No por ello
se sentía más feliz ni tan siquiera vengada. Seguía
sintiéndose tan vacía en su interior y tan triste como
siempre.
Martina Martel, sin embargo, se fue algo más contenta y más
tranquila de lo que llegó a aquella casa. Había mentido.
Había manchado la memoria de aquel hombre que fue su marido,
el mejor marido del mundo, pero se lo debía a Rosa Vidal.
Rosa Vidal no se lo diría a nadie, estaba bien segura.
Aquello quedaría para siempre como un secreto de las dos
nada más. Y ahora Rosa Vidal ya no tendría motivos de
envidiar su felicidad ni añorar la vida maravillosa que ella
le había robado. Él, desde donde estuviese, la disculparía
comprendiendo su buena intención. Y ella, por fin, podría
pagar a su antigua amiga la deuda que tenía contraída con
ella, proporcionándole aquella pequeña y pobre satisfacción
de saber, de creer que no había perdido nada que valiera la
pena.
Aunque en realidad, acaso, le llegara demasiado tarde...
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