Mientras el espectáculo de la vida
ensaya una sonrisa, porque el tiempo sabe a lágrimas,
después de beber la crecida pólvora de odios y la pasión de
intereses, busco en las aguas del verso la esperanza, el
álbum de los amores inocentes, quizás para distraer la
mirada en la que no se ve otra cosa que llanto. El aluvión
de sangrientos atentados me deja la vista agonizante, no la
puedo alzar por más que lo intento, porque la hoguera del
dolor me impide ver las rosas de la existencia. Vídeos con
escenas crueles, con imágenes de asesinatos bestiales,
circulan por Internet como cirios prendidos de venganza. A
veces, pienso que han vuelto los caníbales a la tierra y que
habría que hacer algo por desterrarles. Lo peor que nos
puede pasar es acostumbrarnos a soportar, con los brazos de
la indiferencia, los guantes sanguinarios de la maldad.
El número de destructores de razas, culturas y cultivos, no
autoriza clemencia alguna para los criminales. Lo cierto es
que los males mayores que sufre la humanidad provienen, no
del azar, sino del hombre mismo, dispuesto a destrozar los
balcones poéticos que la vida misma genera, a poco que la
reguemos de bondades y virtudes. El mundo no está en riesgo
sólo por sus destructores, sino también por aquellos
constructores de vida que permiten segarla y no ponen su
voz, a disposición del aire, para que el frescor del viento
limpie y aclare el corazón de los malvados. ¿De qué sirve
querer perpetuarse en el poder y no hacer nada por restaurar
la libertad de la luz en las ventanas o de la justicia sobre
las calles del caminante?
Por desgracia, se van perdiendo poderes justos y anclando
paradojas. Cada día es más difícil que a uno le dejen ser
dueño de sí mismo. De pronto, en el espectáculo, todo parece
volverse absurdo, estar fuera de lugar, incluido el ser
humano. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre,
están “de más”, esclavizan, son oprimentes y deprimen.
También, en el arte, solemos ver las cosas más ilógicas,
seguro que como rechazo de la realidad. Todo exhala
putridez, descomposición, tragedia. Hasta el asfalto nos
pasa factura, con un trágico agosto en las carreteras. La
monstruosidad devora el más deseado reposo, la ilusión de
ser lo que soy. El presente rebosa desatino, falsedad,
insensatez, hacia una vida de cementerios vivos. Ahí están,
para recordárnoslo las revistas ilustradas, los periódicos
amarillos, las ondas… el silencio de las bibliotecas.
A la luz pensativa de mis manos –como dijo Gerardo Diego-
todo lo voy contemplando. A pesar de los pesares, siempre me
quedaré con el espectáculo del que lucha contra la
adversidad y, todavía más, del que se lanza en su ayuda para
sumar fuerzas de bien. En todo caso, me revienta convivir
con los que han llegado a propiciar el sufrimiento como
danza festiva o función de cine real. Por el contrario, me
cautiva los que escalan en busca del sol para escribir el
poema que han vivido. A sabiendas de que el deporte de la
poesía, aparte de levantarnos los sueños, nos hace crecer
por dentro y esparcir las semillas de que toda belleza es
autobiografía participada.
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