Hay libros, presuntamente
inspirados o escritos por Dios, no aptos para menores: la
Biblia hebrea y la cristiana (ésta con el Nuevo Testamento
añadido) así como el Corán, entre ellos. En cuanto al
primero suelo utilizar en su estudio la consensuada y
prestigiosa edición de la “Nueva Biblia de Jerusalén”,
revisada por la casa editorial Desclée de Brouwer (mi
edición es de 1975), mientras que para El Corán empleo
habitualmente la versión del reputado arabista Julio Cortés,
publicada por la editorial Herder en 1992.
Lo primero que llama mi atención son las formas tan
retorcidas y enrevesadas que tiene Dios/Yahvé/Alá para
comunicarse, es un decir, con la humanidad. Caso de existir,
Dios será uno pero sus seguidores son multitud: y cada uno a
su bola. Lo segundo, la farragosa disposición del texto por
parte de los fieles seguidores (copistas hebreos primero,
Iglesia Católica después y califa Othmán por último), con la
aviesa intención de remitirnos siempre a la ortodoxa lectura
guiada, cómo no, por los intérpretes oficiales de turno. En
una ‘Introducción a la Biblia’ con la que trabajo en estos
momentos editada por el Instituto Superior de Ciencias
Religiosas “San Agustín” (dependiente de la Pontificia
Universidad de Comillas), me insisten en un puro acto de fe,
algo que choca con mi formación cartesiana vulnerando un
principio propio de nuestra especie al que nunca deberíamos
renunciar: la racionalidad. Dice el manual: “La Revelación
está ‘confiada a la Iglesia’ (Dei Verbum, Concilio Vaticano
II) en forma de tradición y de Escritura, que constituyen un
depósito sagrado de la palabra de Dios (…). La Sagrada
Escritura contiene toda la verdad, pero sólo se la puede
leer y entender dentro de la tradición de la Iglesia (…)
Aquí es donde enlaza la segunda ley para una escucha genuina
y provechosa de la palabra de la Escritura: la ley de la
eclesialidad; leer la Biblia en la Iglesia y con la
Iglesia”.
Sin comentarios. Si mal no recuerdo, el Estado Vaticano
prohibió la lectura completa de la Biblia a sus monjas hasta
el siglo pasado, mientras que los estudiosos musulmanes
siguen siendo reacios a una exégesis y hermeneútica
solventes del Corán, literalmente la palabra directa de
Alá/Dios traída como quien dice del cielo en las alas del
arcángel Gabriel, por no hablar del “colonialismo
lingüístico” que nos remite al texto en árabe para, en
teoría, una correcta interpretación. Otro hecho sangrante es
la utilización de textos bíblicos o coránicos para impugnar
la teoría de la evolución. Para el conjunto de los
musulmanes el desarrollo de la teoría avanzada por Darwin
supone un problema real de conciencia, pero en el corazón
del mal llamado mundo desarrollado, los Estados Unidos de
Norteamérica, al menos y según los últimos datos que manejo
un 40% de su población estaría en las mismas. Decididamente
Dios es un elitista: su “palabra” no es apta para gente
inculta, sin formación o equilibrio emocional ni, mucho
menos, para menores sin madurez debido, entre otras cosas, a
textos supuestamente sagrados obscenos y sonrojantes, cuando
no incitadores al asesinato colectivo.
Ayer les había escrito sobre un iluminado, el Presidente
iraní Ahmadineyad y su amenaza esotérica basada en uno de
los libros sagrados: el Corán. La Biblia me recuerda la
existencia de otro iluminado, el Presidente norteamericano
George Bush quien, aconsejado por el poderoso ‘lobby’
fundamentalista cristiano de su país también cree en la
batalla final de Armagedón y en el próximo retorno de
Cristo. “¡Joder, qué tropa!”, que diría Romanones.
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