Últimos días, que paso en la Feria, de una velada agradable,
pero que tiene el prólogo de un incidente desagradable. Si
bien el bochornoso Levante sigue enseñoreado de todo el
espacio aéreo ceutí, con las irritantes secuencias directas,
que no colaterales, de tener el cuerpo empapado de sudor, no
quita las ganas de uno por divertirse una noche más sin la
fiebre esa de la movida. La fiebre ya viene incluida en el
menú del Levante.
Sin embargo, resulta que los días que llevo en la ciudad
parecen sacados del Almacén de Antigüedades de Charles
Dickens, aderezados con retazos de la Comedia Humana de
Balzac y rellenados con detalles y puntos del Satiricón del
elegante Petronio, a juzgar por la auténtica mina de oro que
encuentro, para llenar páginas y páginas con artículos de
todos los colores (aunque siempre salgan en negro
económico).
Aunque la noticia ya saliera a la palestra, no deja por ello
de ser noticia de la que se puede sacar un jugo apetitoso
para el conocimiento de la ley de la gravedad de manera tan
directa. Ley de la gravedad protagonizada por una simple
tortuga, sí han leído bien: tortuga (no me pidan que les
explique la clase de bicho, su nombre en latín, la familia,
la especie ni la subespecie que no cobro por dar clases de
fauna, ni mucho menos de flora)… como escribía, una tortuga
ha querido imitar a esas tortugas ninjas del mundo infantil
(a veces no tan infantil) con nombres tan estrafalarios (los
nombres italianos lo son). La tortuga ceutí, tal vez sea
marroquí, ha querido imitar una de las gestas de las ninjas
dando un triple salto mortal que, por la distancia de un
pelo visto de perfil, no resulta mortal para un ser humano.
Explicaré el párrafo anterior. Resulta que estábamos
reunidos, en plácida tertulia las mentes más “preclaras” de
la ciudad (creo que sobra lo de pre y aún más lo de claras),
saboreando sendas tazas de café con leche y algún que otro
vaso tetero, de esos que son llamados morunos aunque existan
hasta en Cuba, y en la que se mentaba a la madre del
cordero, de manera tan perentoria, con diversidad de
pareceres en el tendido.
En determinado minuto de determinada hora, apareció no el
cordero si no una tortuga de respetable tamaño liliputiense
y de más de un kilo de peso regateado en el mercado.
Apareció como llovida del cielo, en plan mortero lanzado por
algún “paco” oculto, con las patas extendidas, en la
consabida pose karateca, prestas a dar el golpe mortal que
tumbara definitiva e indefinidamente al enemigo. El
zambombazo que soltó el tremendo golpe, del quelonio
suicida, contra el embaldosado parecía el cañonazo de las
doce soltado a escasos centímetros de las orejas y mal
calibrado por error del artillero, gracias a Dios, Alá,
Yavhé, Shiva, Buda o a quién sea. La tertuliana que seguía,
pero no intervenía, atentamente las divagaciones del resto
de tertulianos se llevó el susto de su vida. Y no era para
menos. Si el supuesto artillero hubiera apuntado mejor le
habría abierto, irremediablemente, el cráneo con las
terribles consecuencias que eso trae consigo.
Ya en plan serio, las investigaciones que se realizaron a
continuación (y no precisamente por las Fuerzas de Seguridad
del Estado o Locales) sacaron la conclusión de que no podía
haberse caído sola, en su incierto caminar tortuguero por el
solado de algunas de las terrazas que asoman a la avenida,
porque no existen aperturas suficientemente amplias para que
pudiera pasar. Pensar que habría escalado el repecho de
cualquier balcón sería de idiotas, ninguna tortuga es capaz
de escalar una pared vertical fuera del agua. O mal fue
arrojada por un inocente niño o mal por alguien con aviesas
intenciones sin porqués contra una persona. Menos bien que
yo me encontraba a cubierto, si mal hubiera sido el
alcanzado… menuda sería la noticia después del patatús.
Parece que en esta ciudad estoy destinado a sufrir atentados
casuales. La tertuliana sufre aún las consecuencias del
susto.
Si esto hubiera ocurrido en Cataluña, la cosa habría
terminado en el Juzgado de Guardia y todo el edificio habría
sido intervenido hasta hallar al culpable de tal atentado,
casual o no, con las responsabilidades a las que hubiera
lugar. Sea o no casual, de la indemnización no se habría
librado, ni aunque fuera por la inocente mano de un niño,
los padres, como siempre, responsables.
De la tortuga con aspiraciones de ninja no supe nunca más,
de momento, la entregué a un miembro de la policía local, en
el mostrador de control de entradas de la Asamblea, y se
limitó a decirme que se cuidarían de ellas. Espero que,
después de que sane de las heridas debidas al morrocotudo
tortazo, cumpla condena encerrada en una jaula hasta el
cumplimiento de su pena. El remolque que porta se repara
solo.
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