Bochornoso levante. Sudores a mares recorren mi cuerpo en un
descenso frenado por las ropas. Molestas gotas de sudor caen
desde las puntas externas de las cejas enturbiando el
cristal de las gafas. La calima planea sobre el cielo ceutí
en una constante amenaza con apoderarse del entorno y subir
la temperatura por efectos de la baja presión.
Llevo días en la ciudad de los dos mares; de las cuatro
culturas (ahora son más de cuatro ¿no?) de los badenes
colocados de manera tan indiscriminada como inútil; de
aceras con pavimento tan irregular como descuidado y llenos
de excrementos caninos, que los amantes de los animales
domésticos dejan a la buena de Dios y que el demonio se
encarga de plasmarlos en la suela de los zapatos,
arrastrando el olor como sobra fétida de uno; de calles
asfaltadas con remiendos de tercer mundo que producen botes
sifónicos dentro del cuerpo; de autoridades locales que
pelan la pava discutiendo de que unos ganan más que otros;
de barrios llamados barriadas dejados de la mano de Dios o
de Alá, según se tercie, y donde algún que otro presidente
de asociación de vecinos decide poner señales prohibiendo el
paso a vehículos de tal a cual hora, arrogándose un derecho
de pernada no respaldado por ley alguna; de niños de la
calle que andan pidiendo limosna delante de las narices de
la policía local; de cambistas ilegales y necesarios, cuyas
oficinas son un trozo de acera en calles importantes de la
ciudad; de algún que otro pederasta que se pasa el tiempo
muerto en parques y restaurantes de comidas rápidas
observando, con lascivia, los movimientos de la gente menuda
y que me llena de rabia no poder decirle cuatro verdades al
no pillarlo con las manos en la inocente masa; de vendedores
de menudeo, de paquetitos de haschís y otras porquerías
entre gente joven, casi recién salidas de la pubertad; de…
Se sabe que los caballas somos gente de cachondeo y, sin
embargo, de fuerte arraigo religioso y patriótico venido a
menos en un país donde la doctrina católica pierde fuerza,
quiéranlo o no, y la islámica avanza imparable hasta
convertir los cardos borriqueros en hierbabuenas perfumadas.
Este cachondeo se traduce en un bochorno cuando corresponde
al ámbito de las obras públicas, urbanismo, o como se quiera
mencionar, ejercido por las autoridades, más predispuestas
al emperifollamiento fotográfico que atender en serio las
cuestiones vitales de la ciudad.
No es que sea una cosa de mucha importancia, pero no deja de
ser un detalle que produce risa, bochorno o vergüenza ajena
cuando va uno acompañado por visitantes allende el mar.
Máxime si esos visitantes provienen de una Comunidad, o
ciudad, en la que rige el sentido de gobierno, en todos sus
aspectos, con extrema seriedad.
Como botón de muestra, botón humilde que no tiene más
pretensiones que mostrar lo débil que es en cuanto se cose a
una tela fuerte, está ese paso de peatones existente en un
lugar donde las suelas de la gente borra la, supuestamente,
imborrable pintura fosforescente debido a la enorme
frecuencia del trasiego peatonal y mecánico.
Que la pintura se esfumara es lo de menos. La colocación de
señales que indican al conductor la existencia del paso de
peatones, con absoluta preferencia, ya debería bastar para
que pisara el freno. Lo que NO ES DE MENOS es la incorrecta
ubicación que los ingenieros municipales se han sacado de la
manga. Den Vds. un paseo por la plaza de la Constitución,
pasen al lado del edificio Trujillo, crucen el paso de
peatones de la Marina y alcancen la acera opuesta donde
tendrán que bajar una escalinata (que es un atentado a la
accesibilidad) por el lateral de los jardines que en otro
tiempo se llamaban de San Sebastián con propiedad y ahora,
si se siguen llamando así, ya no tienen tanta propiedad.
Cuando lleguen debajo de la mencionada escalinata, partida
en dos por brillantes y pulidas barandillas de acero
inoxidable, no encontrarán ningún paso de peatones, otrora
llamados pasos cebras (a cuento de qué se llamaban así si no
era para ofender a los peatones llamándolos
bípedos/cuadrúpedos a rayas). El paso de peatones se
encuentra desplazado, más o menos, veinte metros a la
derecha, según se baja, y para llegar a él se ha de cruzar
la entrada/salida de un aparcamiento existente en la zona.
Menudo dilema se presenta: si os atrevéis a cruzar
directamente desde que bajáis la escalinata, tened por
seguro que algún loco (los más) o despistado (los menos) os
enviará directamente a la fortaleza del Monte Hacho o a las
tetas de la Mujer Muerta (depende de la dirección en que
vengan) y el seguro ya empezará a poner pegas debido a que
habéis cruzado por el lugar y momento indebidos. Si decidís
utilizar el paso de peatones el susto, que no atropello, no
os faltará para aumentar vuestras experiencias, susto que
suele estar motivado por la brusca salida del aparcamiento
de algún que otro estúpido mamón que corre el riesgo de
estropear el guardabarros delantero de su querido vehículo
al tropezar con las piernas de cualquier peatón despistado.
¿No te jode?
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