Sexismo es una palabra –y un concepto- relativamente nuevos.
En la últimas décadas del siglo pasado irrumpió en nuestras
vidas desde culturas externas que ya se habían planteado la
revisión de ciertos desequilibrios ligados al sexo de las
personas. La academia define “sexismo” como “Discriminación
de personas de un sexo por considerarlo inferior al otro”, y
la 2ª edición del Diccionario de uso del español de María
Moliner, como “Discriminación por motivo de sexo”. De modo
que, a pesar de que, cuando hablamos de “sexismo” pensemos
siempre en la mujer como sujeto paciente del mismo, podría y
puede haber un sexismo que afecte al hombre.
Sin embargo, por mucho que las cosas hayan mejorado en el
mundo occidental, todavía resulta inevitable ligar “sexismo”
a la idea de discriminación de una historia de siglos basada
en una construcción androcéntrica del mundo, que ahora está
siendo sometida a revisión en distintos frentes. Porque,
como es sabido, hay muchos tipos de “sexismos” por ejemplo;
el de los que actúan con violencia contra las personas del
sexo contrario o el de quienes ningunean a alguien por razón
de sexo.
Al principio, con las primeras reivindicaciones de los
feministas –ellas y ellos- se vivió una reacción en contra
que las consideraban totalmente ajenas, excesivas e
inapropiadas, incluso objeto de burla. Luego, pasada la
perplejidad primera, muchas personas empezaron a mirar con
otros ojos su propia forma de hablar y de escribir, y a
veces descubrieron hasta qué punto están interiorizados unos
usos inconscientes que parte de una cultura de por sí
sexista.
Hay que admitir que, a lo largo de los últimos treinta años,
se ha avanzado en un profundo proceso de sensibilización que
ha ido más allá que el superficial movimiento de lo
“políticamente correcto” de los años noventa.
Sin hacer batalla de cuestiones como la del plural
inclusivo, que oculta la presencia femenina, conviene tener
en cuenta a la hora de escribir que hay ocasiones en las que
se puede recurrir a la duplicación, no a la que nos hace
sonreir en tiempos de ganar votos, cuando los femeninos
“inundan” en paralelo los discursos políticos, sino a la más
natural de Sebastián de Covarrubias, cuando en su “Tesoro de
la lengua castellana o española”, de 1616, para definir
convento, escribía: “En nuestra lengua castellana, vale la
casa de religiosos o religiosas”.
Todavía la lengua vacila entre situaciones nuevas y a los
hablantes les cuesta acostumbrase a femeninos tan fáciles
como “médica” por eso, en los pueblos españoles, es tan
frecuente encontrar “doctora” como femenino de médico. En
cambio “jueza”, “concejala”, “presidenta”… se han adoptado
con rapidez y naturalidad, mostrando la fuerza de la
analogía. ¿Por qué no médica? Habrá que pensar que es un
femenino “ocupado” por la antigua costumbre de llamar así a
la mujer del médico no parece suficiente, porque habría
ocurrido lo mismo en los otros ejemplos.
En la escuela, referido a mi experiencia, no conseguía
diferenciar, en la expresión oral, “alumno” y “alumna”, es
decir, en mis explicaciones en el aula, había asimilado sólo
el masculino. Por ejemplo, referido al “grupo clase”, decía
mis alumnos, y no mis alumnas, forma lingüística totalmente
sexista. Pude incorporar el término “alumnado”, más
globalizado y nada sexista.
En la actualidad hay un exceso, a veces, llegando a la más
espantosa ridiculez. Por ejemplo: “marido” y “mujer”, pues
bien hay quien piensa que lo correcto sería “marido” y
“marida”.
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