Se lo cuento. Desde Bruselas me
advierten que el Ayuntamiento de la capital belga ha
denegado la autorización de una manifestación para el
próximo 11 de septiembre, convocada bajo el lema “Detened la
islamización de Europa”. Según el burgomaestre (vicealcalde)
adjunto, Philippe Close, la prohibición trataría de “evitar
problemas de orden público”. O sea y volviendo la oración
por pasiva, la marea de islamización que se abate sobre
Europa es ya en sí, cuando menos, un problema de orden
público. Tendré que contárselo al Presidente Zapatero y a
Sonsoles (Señora de Rodríguez) cuando aterricen por aquí,
apenas a diez kilómetros del refugio, a disfrutar de sus
vacaciones, para que se lleven un recuerdín.
Pero volvamos al titular. Ayer domingo se inauguró en
Yakarta la “Conferencia Internacional del Califato”,
organizado por el “Partido de la Liberación Islámica” (Hizb
ut-Tahir) y al que se esperaba que asistieran (escribo de
madrugada y no tengo otros datos) más de 100.000
participantes procedentes de todas partes del mundo, con
significativas presencias de partidos de referencia islámica
y delegaciones europeas. Se trata a mi juicio de un evento
de primera importancia y al que debería prestársele una
especial atención (doy por seguro que el entorno de Mohamed
VI, Príncipe de los Creyentes al fin y al cabo, habrá creado
una “célula de seguimiento” o algo así), pues tras la
abolición del último Califato y la proclamación de la
República turco-otomana por Atatürk (Mustafá Kemal) en
1.923, la “umma” (comunidad islámica) se quedaba por primera
vez en sus entonces 1468 años de historia sin un referente
político-religioso de reconocida solvencia, siendo esta
macroconferencia en Indonesia la primera vez, públicamente,
que los seguidores del Sello de la Profecía tocan a rebato
llamando la atención sobre un punto muy explícito (sobre el
que, significativamente, los discursos de las organizaciones
islamistas pasan de puntillas) que aglutina el fin último de
todo discurso islamista, legal o ilegal, moderado o
extremista y que está firmemente anclado en la “d´awa”: la
reinstauración, más tarde o más temprano, del Califato. No
se engañe pues nadie: el Califato es el rumbo trazado, con
trazo firme pero soterrado, en el cuaderno de bitácora de
los movimientos islamistas, de Ceuta a Xinjiang (República
Popular China), además de los hábilmente camuflados, al modo
de Tarik Ramadán, en la cabeza de puente subrepticiamente
desembarcada en la cobarde y pánfila… Eurabia.
Antes de proseguir un breve esbozo histórico. Una vez muerto
Mahoma y al no dejar sucesión formal, continúan su obra
conquistadora por la fuerza de la espada los cuatro Califas
“Rachidum” (Guiados), entre los años 632 a 661 de la Era
Común: Abú Bark, el primero, muere combatiendo y sus tres
sucesores (Omar ibn Yatab, Otman ibn Affan y Alí) son
asesinados. Tras la muerte del último el naciente árbol del
Islam se desgaja en dos grandes ramas: el sunnismo, el
shiísmo y otra escisión radical de éste, el jariyismo
(conocido actualmente como ibadismo). Centrándonos en la
ortodoxia mayoritaria representada por el sunnismo, Mouaiyah
ibn Abu-Sufian, “wali” de Damasco, proclama el Califato
Omeya (661-750), que es sustituído por el Califato Abasí
(750-1258) tras el alevoso asesinato de ochenta
representantes de la anterior dinastía, a excepción del
joven Abderrahmán que logra huir hasta al-Andalus donde
fundaría el Emirato omeya de Sevilla.
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