Los símbolos que utiliza un pueblo
tienen que ver con su propia idiosincrasia, son expresiones
de aquello que une a los ciudadanos, son manifestaciones de
todas aquellas normas, sentimientos y costumbres que han
cohesionado a todos los componentes de una comunidad, para
encauzarlos hacia una aventura común distinta de la de otras
colectividades, que también tienen los suyos. No es algo
baladí que pueda rechazarse por voluntad de unos pocos o de
lo que se pueda prescindir por un capricho pasajero de un
determinado gobierno o que puedan ser suprimidos,
voluntariamente, por unas determinadas comunidades de las
que esté integrada una nación. Es por ello que, en nuestra
Constitución de 1978, también se recogen los símbolos que
debemos respetar por formar parte de la tradición secular de
nuestra nación, por ser una parte fundamental de nuestra
cultura y por representar todo aquello que nos une a los
ciudadanos, por encima de lo que nos separa. Sólo se podrían
cambiar o prescindir de ellos si, una mayoría aplastante de
la ciudadanía, lo decidiese o si la fuerza aplastante de una
revolución nos obligase a ello. Pero mientras España sea
España, de ninguna manera.
Uno de los símbolos que la Constitución ha recogido, es la
Monarquía. Es evidente que en España hay muchos que no somos
especialmente adictos a esta figura institucional, pero hay
que reconocer que una monarquía parlamentaria, lejos del
absolutismo que padecimos en nuestra nación en épocas
anteriores, que tan nefastos fueron para el país, tiene
sentido si, como ocurre en nuestra nación, ha quedado
reducida a uno de los símbolos de ligazón entre las derechas
e izquierdas, fracciones en las que está dividido,
fundamentalmente, el pueblo español. Por ello no cabe que
determinadas opciones separatistas se arroguen la potestad
de prescindir de ella, sólo porque dentros de los límites de
sus respectivas autonomías una mayoría (a veces ni a eso
llegan) lo haya decidido. España es una nación y por ello,
esté dividida en provincias, regiones o autonomías, ha de
ser la voz de toda la nación, expresada en un referendum, la
que deba tomar sus decisiones en cuanto a la foma de Estado
que queremos ser. Desde los, ahora denostados por algunas
facciones separatistas, Reyes Católicos, hasta este siglo
XXI en el que vivimos, nuestro país ha mantenido incólume su
unidad y salvo en pequeños periodos, su régimen ha sido el
monárquico, que en definitiva ha resultado ser el menos
malo.
Otro de los símbolos al que nos hemos acogido los
ciudadanos, es la bandera nacional. La Insignia patria, que
debe ondear en todos los edificios oficiales de la Nación,
no es un simple pedazo de tela con unos determinados
colores, es la enseña que escogimos para que represente las
esencias de nuestro pueblo, la bravura de nuestro ejército,
nuestro conglomerado de costumbres y lenguas, nuestra unidad
dentro de la diversidad y nuestro destino común entre el
resto de naciones que configuran nuestra civilización
actual. Ella ha servido de mortaja a muchos héroes, de
consuelo a muchas familias desconsoladas, de orgullo a
muchos ases del deporte y de esperanza y respeto para todos
aquellos que creemos en los valores que representa.
Es por ello que muchos nos hemos alegrados de que, aunque
tarde, el Tribunal Supremo haya dejado claro que nadie, sea
el Presidente del Gobierno, sea el Parlament Catalán o sea
el Gobierno Vasco, tengan la potestad de poderla excluir del
lugar de honor que le corresponde, en las astas de los
edificios señeros de todas las autonomías que forman nuestro
Estado. Sin embargo, el empecinamiento de algunos
nacionalistas excluyentes; el odio hacia todo lo que pueda
representar un signo de españolidad; el rencor de aquellos
que sucumbieron por no querer aceptar las reglas del juego
democrático; ha dado lugar a que, tanto en Cataluña ( hay
más de cien municipios en los que no se exhibe la insignia
nacional) como en el País Vasco, en el que, con
premeditación, alevosía y chulería, los dirigentes
abertzales, los seguidores del inventor de historias, Sabino
Arana, y del separatista e infractor de la normativa del
estado, señor Ibarretche, individuo singular, controvertido
hasta dentro de su propio partido y uno de los cánceres más
dañinos que pudiera padecer la nación española; se han
empeñado en que no ondée en sus edificios, llegando al
extremo de renunciar a poner la Ikurriña para así, haciendo
una interpretación falaz de la ley, evitar colgar la bandera
española.
Pero aquí entra la picaresca de nuestros gobernantes. Para
ejecutar la sentencia del Supremo es preciso que desde la
fiscalía se inste a su aplicación, se ponga en marcha el
procedimiento para que fiscales y abogados del Estado, se
pongan las pilas y empiecen a denunciar a los que, con
martingalas, pretendan esquivar el cumplimiento de lo
dispuesto por el TS. Vean aquí que, el señor ministro de
Justicia, señor Fernández Bermejo, sí, ya le conocen
ustedes, es aquel ogro que amenazaba con un Armagedón legal
a todos los padres de familia que objetaran la aplicación en
las escuelas de la Educación para la Ciudadanía; pues este
mismo señor, este ministro de bases comunistas, este sujeto
permanece inane, impávido don Tancredo, sin mover un dedo,
sin que se le despeine un pelo de su irsuta barba, impasible
ante la infracción flagrante de la ley, cometida por los
amigos del señor Zapatero, sus cómplices en la gobernación y
los que se han venido burlando de él durante toda la
legislatura, los separatistas catalanes y vascos. O ¿es que
para señor F.Bermejo, la Ley no es igual para todos?, o ¿es
que, señor F.Barmejo, cuando son aliados puede pasarse por
alto?, o ¿es que, señor ministro, usted y Zapatero están por
encima de la ley y de la Constitución? Porque, si así es,
ningún ciudadano español está en la obligación de acatar sus
órdenes, soportar sus cacicadas, ni aguantarle sus
perogrulladas porque, simplemente, estará usted
prevaricando. Estoy esperando ansioso su reacción y espero
ver a la policía y a la ertzaintza proteger a nuestra
insignia nacional, aunque para ello usted deba tragarse
todos los sapos del Coto de Doñana.
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