Estaban como siempre, como cada mañana, como cada tarde y
cada noche, sentados o arrellanados o medio tumbados en los
sillones del casino, bebiendo, jugando a las cartas o al
dominó, o simplemente hablando o hasta dormitando a veces,
mientras dejaban pasar las horas, pasar los días, pasar sus
vidas. Eran los cuatro los señoritos del pueblo, los que un
día fueron los ricos señoritos del pueblo: los hacendados,
los propietarios de tierras y casas y hasta de personas.
Hoy, ahora, sin embargo, no eran nada. Sólo unos
cincuentones ociosos e indolentes que se aburrían
estúpidamente, pero confortablemente instalados en ese
aburrimiento. De vez en cuando dejaban de mirarse unos a
otros, dejaban de mirar el juego o a sus vasos, y ponían sus
ojos medio adormilados en la cristalera que había a un lado
de la mesa y desde donde se divisaba la calle y a la gente
que pasaba por ella.
Ahora, en estos momentos, uno de ellos miraba con mirada
indiferente hacia afuera y a las personas, pocas, que
pasaban delante del casino, y de pronto se echó a reír.
- Anda, éste, ¿se puede saber qué te hace tanta gracia? - le
preguntó uno de sus amigos.
- ¡Si supiérais de quién me estoy acordando ahora...! - dijo
él sin dejar de reír.
- ¿De quién...? - le preguntaron.
- Del Patirrojo. ¿Os acordáis de él?
Tuvieron que hacer algunos un poco de memoria. ¡Hacía tanto
tiempo que faltaba del pueblo! Como que se fue de muchacho.
Pero claro que se acordaban de él. ¡Cómo olvidarlo! Como
recordaban las bromas que le gastaban, las bromas tan
pesadas y hasta crueles que el Patirrojo (como le habían
puesto de mote) soportaba estoicamente, aguantando las
lágrimas la mayoría de las veces o llorando a solas cuando
creía que no le veía nadie. ¿Que por qué le había tocado a
él el ser el hazmerreír de ellos? Nunca lo supo. O acaso sí.
Acaso porque era pobre y no tenía un padre rico como ellos.
Porque su casa y su familia eran humildes y no grandes e
importantes como las de ellos. Tal vez, también, porque no
era tan macho como ellos y sí un ser apocado y tímido,
soñador y un poco melancólico que escribía versos a
escondidas y no jugaba nunca a sus juegos brutales y
violentos.
¡Poeta! se mofaban de él. Un mariquita es lo que es éste -
decían. Y tanto le cabrearon al pobre, tan imposible le
hicieron la vida, que a la primera ocasión que tuvo huyó del
pueblo, aunque le dolió en el alma dejar su casa, el lugar
donde había nacido y estaban enterrados sus padres. Se fue y
nunca más volvieron a saber de él. Algunas veces, al
principio, los ricos señoritos se mondaban de risa
acordándose de él y de las bromas tan "graciosas" que le
hacían. Pero después, pasado un tiempo, terminaron por
olvidarle. Tenían otras cosas en que pensar. (Aunque por
pereza no las pensaran).
Con el paso de los años, aquellos muchachos tan alegres y
divertidos y con un futuro tan prometedor ante sí, quedaron
en nada. Las tierras, los campos, cada vez daban menos y
ellos nada hacían para que crecieran y produjeran y dieran
más. Cuando sus padres murieron, ellos, que no sabían
trabajar ni siquiera mandar ni dirigir sus respectivas
haciendas, poco a poco las fueron perdiendo sin mover un
solo dedo para remediarlo. Así que actualmente eran unos
señores venidos a menos que apenas si vivían, únicamente
vegetaban dejando transcurrir las horas sentados en el
casino y sólo alguna vez evocando sus tiempos de poder y
grandeza. Pero como recordar les daba tristeza, ni recordar
aquellos lejanos tiempos querían ya.
Ahora, el recuerdo del Patirrojo les trajo aquella época a
su memoria. Aquella época, aquellos años en que ellos eran o
creían ser los dueños del pueblo y de sus habitantes.
- ¿Y por qué te has acordado ahora del Patirrojo? - le
preguntó uno de sus amigos al que había reído recordando al
Patirrojo.
- Muy sencillo. Porque acaba de pasar uno que me lo ha
recordado. La misma cara de tonto, el mismo pelo azafranado,
los mismos hombros algo caídos... Talmente él, pero con
treinta años más sobre sus espaldas, claro...
- Oye, a lo mejor es. Tenemos que enterarnos. A lo mejor ha
venido fracasado a terminar sus días aquí...
- O triunfante. Ya sabéis que tenía muchos sueños...
- Sí, como nosotros...
Y se pusieron melancólicos al recordar aquellos sueños que
un día tuvieron y por desidia e inercia y porque se
necesitaba hacer un esfuerzo, ninguno de los cuatro había
logrado hacer realidad. No volvieron a pensar en el
Patirrojo. Pero al día siguiente el Patirrojo, el mismo
Patirrojo en persona, entró en el casino cuando ellos como
cada día jugaban su partida de cartas. Le reconocieron al
instante. No había duda. Era él con su cara de buena persona
(que ellos denominaban de tonto), con su pelo rojo, ya no
tan rojo sino entremezclado con mechas grises, y sus hombros
un poco inclinados que le daban un aire de modestia, de
querer pasar desapercibido, de querer disimular, tal vez, su
alta estatura.
- ¿Os acordáis de mí? - dijo cuando estuvo junto a ellos.
Todos levantaron la cabeza hacia él, mirándole.
- Claro que sí. Tú eres... - dijo uno titubeando un instante
porque por poco se le escapa el apodo. Pero se dio cuenta a
tiempo y mencionó su nombre: -Urbano Gomá.
- Pero, chico, ¿qué ha sido de tu vida? - dijo otro.
- Pues ya véis. Que he querido volver a mi pueblo. He
querido ver como estaba, lo que había cambiado y
prosperado... Pero me han dicho que está arruinado, medio
muerto... ¿es verdad?
Se miraron unos a otros los cuatro amigos, porque ellos,
ellos principalmente, habían sido los que habían contribuido
en buena parte con su apatía y abandono a dejarlo morir.
- Sí, no te han engañado. Las cosas no andan bien por
aquí... - tuvieron que admitir.
- ¿Y no se puede hacer nada para levantarlo otra vez, para
que resurja de nuevo...?- preguntó él.
Volvieron a mirarse entre ellos.
- Dinero, dinero es lo que hace falta, ¿sabes? Dinero que
nadie tiene ya por aquí.
- ¿Tanto se necesita?
- Sí. Porque habría que invertir, crear algún negocio. Dar
vida a las tierras, trabajarlas... Eso es lo único que
salvaría a este pueblo. Pero, ¿quién lo hace, di, quién
tiene ese dinero...?
El Patirrojo, es decir, Urbano Gomá, los miró uno a uno,
calmoso, aplomado, tranquilo, como no los había mirado nunca
tal vez, pues siempre le habían puesto nervioso, le habían
intimidado.
- Pero ¿cómo habéis consentido vosotros que el pueblo se
hundiera, se viniera abajo...? ¿Cómo no habéis hecho nada
para evitarlo...? - dijo.
Se encogieron de hombros sin mirarle. Evitando su mirada.
Ahora eran ellos los que se sentían nerviosos e intimidados
ante la mirada inquisitoria y escrutadora y también segura
de Urbano Gomá.
- Contestad. ¿No erais vosotros los "prohombres", la
esperanza y el futuro de este pueblo...? ¿Por qué, entonces,
lo habéis dejado morir...?
Urbano Gomá seguía de pie al lado de ellos, mirándolos a la
cara uno a uno, buscando sus ojos, su mirada. Pero ellos,
con las cabezas bajas, sin atreverse a alzar la vista,
parecían ahora como humildes, como avergonzados. Y es que en
el fondo era mucha verdad lo que decía Urbano Gomá. No
podían por lo tanto enfadarse ni contradecirle. Y cada uno,
hundido en su sillón, con expresión avergonzada, callaba. No
tenían nada que decir.
Urbano Gomá sintió pena de ellos. ¡Pobres diablos! ¡Pobres
idiotas! Sólo eran unos pobres inútiles, pensó. Después de
unos segundos de silencio Urbano Gomá preguntó:
- ¿Cuánto creéis que haría falta para hacer resurgir al
pueblo?
- ¡Uf!... Muchos millones - le contestaron -. Cientos de
millones. Y nadie tiene ese dinero ya por aquí...
- Ni conocemos a nadie que lo haya tenido en su vida... -
dijo otro.
Urbano Gomá volvió a mirarlos.
- ¿Y si yo lo tuviera? ¿Y si yo lo tuviera y lo invirtiera
aquí...? - dijo despacio, dejando caer las palabras muy
lentamente.
Todos a la vez, al oír aquello, levantaron sus cabezas.
Todos le miraron atónitos, con asombro y sorpresa. Con duda
también.
- ¿Tú...?
- Sí, yo. Porque no creeréis que en todos estos años que he
faltado de aquí he estado dormido o contemplando las
musarañas ¿no?
Le seguían mirando perplejos, boquiabiertos, con los ojos
como platos. Sin poder hablar siquiera. Ahora sí que la
expresión de sus caras eran de verdaderos tontos. Eso
parecían. Así se habían quedado.
- ¿Qué diríais si yo la fortuna que tengo, que he logrado
amasar con mi sudor y mi trabajo, y también con mi talento,
por qué no decirlo, la invirtiera en levantar este pueblo
que era el mío, que es el mío, y donde yo nací y nacieron
mis padres...? Decid, ¿qué os parecería?
¡Qué les iba a parecer! A todos les cambió el semblante de
repente. Todos se deshicieron en exclamaciones y alabanzas.
Se pusieron de pie, le abrazaron. Luego le hicieron sentarse
junto a ellos. Todos le querían tener a su lado. Y eso que
no acababan de creerlo todavía. Dudaban si estaría
burlándose de ellos.
Pero no tuvieron más remedio que creerlo cuando empezó a
soltar dinero, cuando empezó a organizar, a dirigir y a
trabajar. Y lo que era más importante y sorprendente aún:
cuando les hizo trabajar a ellos mismos que no habían
trabajado ni dado golpe en la vida.
Ya nadie le volvió a llamar el Patirrojo. Ahora era para
ellos, además del "querido y recordado amigo de toda la
vida", don Urbano Gomá. Han puesto su nombre en una placa
muy grande a la puerta del casino. Le van a proponer para
alcalde y le van a erigir una estatua en la plaza del
pueblo. Todos le invitan, le llevan a sus casas. Le pasan el
brazo por los hombros. Se enorgullecen de su amistad. Es el
salvador. Su llegada ha sido providencial, como un milagro
del cielo. Es como si hubiera llegado el mismo Dios para
salvar al pueblo de la ruina.
El, el Patirrojo, por dentro de ríe. Ya no llora. Hace mucho
tiempo que dejó de llorar. Ahora piensa solamente que ha
merecido la pena marcharse un día, marcharse como se fue,
con las lágrimas en los ojos y la pena en el corazón; luchar
y trabajar tanto y tan duro como ha trabajado él, por el
premio que ahora recibe. Es, además, como su revancha. Su
taimada y sibilina revancha. Su venganza también: tener a
esos idiotas a sus pies.
María Manuela Dolón es Miembro Numerario del Instituto de
Estudios
Ceutíes.
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