“Nos gusta el sexo seguro”. Así
rezaba el prometedor título de uno de los innumerables
folletos repartidos por la mesa de uno de los centros de
internet subvencionados por el Principado y repartidos por
todos los concejos de la región, desde los que acostumbro
estos días (¡además es gratis!) enviarles estas columnas con
mis cosines de siempre. Sin zambullirme en más profundidades
y echando un vistazo al entorno, saltaron a la vista los
efluvios del verano y, al compás del gozoso turismo, las
‘tres eses’ anglófonas que lucen como mascaron de proa en
esta época del año: “sun”, “sea”, “sex”. No deja de ser
curioso que los hijos espirituales del común padre Abraham
coincidan en su “alergia” al libre contacto con el sexo
opuesto, manteniendo en general como nos muestra su historia
unos ribetes de intolerancia bajo los que se esconde, presto
a salir cuando el entorno lo permita, un enfermizo fanatismo
con el que chingar al personal. Y si hablamos de las
enfermedades sexuales en general, con el VIH en cabeza,
podemos encontrarnos con una clara respuesta: “castigo de
Dios a la humanidad por su promiscuidad”. Esto es
particularmente evidente en aquellos países en los que el
discurso religioso, convenientemente anclado en la
administración y en la oratoria política, juega un papel
punitivo tanto en el derecho positivo como en la práctica
social, siendo el caso más cercano el de nuestros vecinos
del sur.
El VIH como enfermedad de origen sexual provocada por un
virus y más conocida como SIDA, se ha extendido ya como una
plaga de norte al sur del país, cebándose en las grandes
ciudades y las zonas más turísticas. Desde que el primer
caso fue detectado a primeros de la década de los ochenta,
veinte años más tarde el contagio alcanza según fuentes más
fiables próximas al PNLS (Programa Nacional de Lucha contra
el Sida) a más de 34.000 casos, con un avance estimado en
5.000 nuevos infectados por año. Como se sabe, el SIDA es
hoy por fortuna una enfermedad tratable aun cuando su
padecimiento comporta un fuerte rechazo social que deriva,
en la práctica, en un auténtico estigma. Hace tiempo me
encontré en un pequeño “aduar” de la montaña a una joven
decrépita en la que, pese al deterioro, aun latían destellos
de la belleza de su raza; cansina y resignada, conocedora de
su enfermedad, después de mirarme fijamente con unos ojos
negros y profundos alcanzó a confiarme en un hilo de voz:
“sidi, morimos en silencio”. Pese a que el Reino de
Marruecos firmó la declaración sobre el VIH/SIDA adoptada
por la ONU en 2001, aun hay mucho que hacer. Un primer paso
es la prevención; el segundo un tratamiento digno. Y por
encima de todo la lucha contra el oscurantismo religioso… Es
impresentable que un radical diputado de un conocido partido
islamista increpara en su intervención en el Parlamento de
Rabat, durante una reunión de la Comisión de Salud en otoño
de 2003, a la doctora Hakima Himmich (responsable en
Casablanca del Servicio de Enfermedades Infecciosas y
presidenta de ALCS) por su abnegada y científica labor:
“¿Cuándo se va a poner fin a las actividades de esta mujer
que distribuye preservativos?”. Vinieron a mi mente algunas
situaciones parecidas en España… Y es que esta gente tan
perfecta, tan sumisa a su concepción de Dios, desconoce una
ley de la vida, garantía de supervivencia de la especie: “la
jodienda no tiene enmienda”. Gocen pues amigos y disfruten
de la vida. Pero sean precavidos.
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