Vivir en Ceuta implica que yo esté, casi siempre, perseguido
por el Levante con las consecuencias de sudar a mares (con
lo que colaboro con el cambio climático en el incremento de
la cuenca mediterránea) y tener esa no grata viscosidad
húmeda pegada al cuerpo que me hace trasegar ríos de agua,
bien fría, por el gaznate con lo que las células sudoríparas
llenan el depósito a gusto, para posteriormente iniciar el
ciclo…, con razón decían los científicos naturalistas que el
cuerpo humano es todo agua.
Hoy me sale de los caletres que voy a escribir de alguien
que está bastante “peloteado”, en sentido inverso, con un
síndrome de enfermo imaginario que, por suerte, Molière no
lo hubiera imaginado, principalmente por el desfase del
tiempo y del espacio.
Un niño que conocí hará hoy muchos años, tantos que no
recuerdo bien cómo era el tiempo. De pequeño era un niño tan
vivo y despejado sin pizca de doblez que disponía de una
imaginación tan viva y en la que no entraban ni su hermano
mayor ni el que esto escribe. Nosotros, su hermano y yo,
éramos para él marcianos de un planeta lejano. Tal vez del
Plutón de otra galaxia.
Si bien es cierto que todas las veces que me lo encontraba
delante no tenía prejuicios para quitármelo de en medio, le
llevo seis años de diferencia, porque nos molestaba, a su
hermano y a mí, con sus endiabladas travesuras (algunas de
ellas siguen patentes en su forma de ser actual) y encima
tenía, el niño, un equipo completo de abogados defensores
representados por sus hermanas.
No recuerdo más de él, salvo que lo volví a ver, tiempo
después ya hecho hombre, aunque hombre sin experiencia pero
con mucha iniciativa, y ocupando un cargo de responsabilidad
en una empresa que ensucia papeles a diario, rollos de
papeles. Tal vez, al verlo tras una mesa cargada de folios y
más folios, hubiese tenido yo el pensamiento de que por ser
hijo de papá estaba allí. No lo sé de seguro porque no
recuerdo si lo pensé o no. Ahora sé, de seguro, que el hijo
de papá había sido su hermano mayor, mi amigo de siempre.
Razones tenía para serlo. Y todas con fundamento… paterno.
El hombre al que realmente acabo de conocer ahora, en un no
encuentro, es más ceutí-catalán que yo mismo; es un completo
desconocido para mí; es un tío cargado de amarga ironía como
irónico ha sido este no encuentro. Es un tío necesitado de
un fuerte empuje emocional para que reaccione ante las
posibles adversidades de la vida. No tiene madera de niñato
portador de cartuchos de dinamita rodeando su cuerpo y si
mucha labia mal contenida y mal distribuida. Con esa labia,
traspasada al papel, podría ganar varios premios Pulitzer
seguidos (si existieran en éste país). ¡Vamos!, no crean que
estoy en plan pelota, ni siquiera de base, para loar a quién
siquiera conozco. Simplemente le devuelvo la pelota.
Este hombre, de nombre Antonio Luís Ferrer Peña (Tato
Ferrer), sólo necesita que el espíritu de Lucio Apuleyo le
preste su asno de oro y, no sin fatiga de espíritu y trabajo
corporal, sin mirarse en el espejo de las cosas pasadas de
ésta vida humana comience a mostrarse como es en realidad;
no convirtiéndose en un Mr. Hyde (que por otro lado
cabrearía al espíritu de Stevenson por no corresponder a su
tipo) a causa de los ocultos objetos del deseo de un Dr.
Jekill venido a menos.
Carezco, ciertamente, del antídoto que pudiera destruirle
esas malditas células neuróticas, ese chip que guarda
información de carácter negativo para él mismo y que,
destruyéndolo, pudiera olvidarse completamente de casos
“malayas” de papel, de pseudo-césares perfumados o no, de
turrones y marrones, de lágrimas de cocodrilos tragadores de
egos, de…
Le pediría, y se lo pido, que volviera a su pipa ingresando
en el club de los adictos al humo –no hago demagogia barata,
que quede claro- regresando sin miedo a sus intenciones
primarias, a aquellas intenciones que tenía nada más salir
de la, supuestamente, inútil fábrica de periodistas. Con su
pipa soltando humo a todo trapo, con esas mencionadas
intenciones ocultas en esa sempiterna cartera donde guarda
su anticuado portátil, portador de varios secretos, y otros
secretos no vistos ni catados más que por él mismo, regrese
a la senda –no la de los elefantes que es exclusivamente
mía- donde inició su periodismo y, de una vez por todas,
alegrar al espíritu de Conan Doyle que vería, con buenos
ojos en blanco, cómo su personaje favorito regresaba al
mundo de papel para terror de los Moriarty de turno, aunque
no hubiera nacido en la Pérfida Albión y supiera hablar
árabe barato. La Constitución entera está de tu parte, tío,
y deja de buscarme las cosquillas.
Fiel a mi forma de ser, avisaría a “mi jefe” (a éstas horas
ignoro si lo tengo), del peligro que corre si éste partido
de tenis de papel sigue su curso, o sea con la pelota yendo
de un lado para otro. Las pelotas que nos enviaríamos
recíprocamente vaciarían en un santiamén los bolsillos del
“jefe”. Y, encima, los sets seguirían sin publicidad que los
compensen.
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