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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 1 DE AGOSTO DE 2007

 
OPINIÓN / ESCRITOS DURANTE EL CAMINO

Patatús en la feria

Por Quim Sarriá


Tras cuarenta y tres años sin pisar el Real de la Feria en Ceuta, pongo mis plantas en la explanada donde se alza, majestuosa, la puerta de entrada principal Todavía no ha sido inaugurada, la iluminación, por Vivas aunque quedan pocos minutos para ello, cuando mi hijo pequeño empieza a crearme problemas por su natural e infantil impaciencia por subirse a los caballitos. De nada me sirven las explicaciones, ni las de su mamá. Erre que erre se empeña en salir corriendo hacia la zona de carruseles.

La narración del encendido de la iluminación, por parte de las autoridades locales y las reinas, lo dejo para los compañeros dedicados a estos menesteres específicos. Tienen más experiencia que uno en la realización de los reportajes de la sociedad ceutí. Cosa natural, no me dedico al periodismo activo.

En la entrada del Real saludo a las autoridades, políticos y muchos conocidos. Empieza a caerme bien otro pepero, Francisco Sánchez París, aunque aún no me atrevo a llamarle Paco… por algo será. Ya habrá tiempo de profundizar.

Como no puede ser de otra manera, mi hijo pequeño se empeña en tirarme de la mano, del pantalón y de donde le tercie, para arrastrarme hasta la zona de atracciones y, con nocturnidad y alevosía, me vacía el bolsillo. Vaya si lo vacía. Un atraco filial. Pero la impagable sonrisa, que decora su carita, muestra la enorme felicidad e ilusión infantil de correr unas aventuras delirantes, tan delirantes que por poco acaba con mi salud por los suelos. Por los suelos no, bajo el suelo.

Todo pasa por creerse uno que tiene la mitad de años que en realidad le corresponde y como mi hijo se empeña en subirse a una de esas montañas rusas, en mala hora, no tengo más remedio que acompañarle porque así lo requieren las medidas de seguridad… y aunque no hubieran medidas de seguridad no lo iba a dejar subir solo. Su mamá ni siquiera se atreve a subir el primer escalón de la escalera que llevaba a la plataforma de acceso al infernal tren de la no menos infernal montaña rusa. Escrito y hecho, todo pasa como un torbellino de luces y sombras por la mente de éste disparatado progenitor. ¿Quién diría que a mis sesenta años me subiría en un carrusel de feria? Después de cuarenta y tres años sin pisar uno, ya es toda una proeza que, por lo menos, merecería la Medalla de la Ciudad al Valor no Añadido.

Para empezar, la barra de seguridad del “vagón” no consigue ajustarse, debido al volumen de mi cuerpo, y la presión que ejerce el mozo, responsable de “amarrar” a los críos, amenaza con doblarla o reventarme. Al final desiste de ajustarla con el cerrojo y me pide que la mantenga bien sujeta. Ni falta hace que me lo indique, no sólo mantengo firmemente sujeta la mencionada barra sino que mantengo a mi hijo bien “soldado” en el asiento.

Las cinco primeras vueltas me producen pequeñas molestias pero, cosa inesperada, el responsable de la atracción decide prolongar el suplicio, cual cruel inquisidor, y redobla las vueltas infernales del tren, que lleva un nombrecito que se las trae: “Dragoncito Elliot”, dando ocasión a que mi cuerpo responda elevando la tensión hasta cotas inimaginables para uno. Menos mal que se detiene por fin y no dudo en salir lo más rápido que puede ser, entretanto mi hijo comenta las vueltas y revueltas como si nada hubiera sentido.

Ya con las dos plantas de mis pies asentadas firmemente en el duro y bienvenido pavimento, la cabeza empieza a darme vueltas y más vueltas, como si siguiera subido aún en la montañita esa de la madre que la parió, mientras un frío sudor comienza a brotar primero por mi rostro para extenderse por todo el cuerpo. Para no asustar a mí mujer, aparento no estar nada afectado y decidimos regresar a casa, más que nada por el sistemático vaciado de mi bolsillo. Pero cuando llego a lo alto de la escalinata que me sube a la Marina algo falla dentro de mí y… la verdad es que no lo deseo para ninguno de Vds., queridos e hipotéticos lectores, ni siquiera para mi mejor enemigo.

Gracias a la diligencia de una simpática y agradable policía local, que quiere llamar a una ambulancia y a lo que me niego, podemos llamar a quién más a mano tengo en esos momentos: a mi amigo que ahora, desde este momento, pasa a ser mi amigo del alma: Rafa Corral que acude tan rápido en compañía de su bella esposa Beatriz. ¿He dicho alma?, es cosa rara en mí, pero la verdad es que puedo ver como se aleja de mi cuerpo y si retorna a su lugar, es al ver la diligencia de mi amigo, por eso lo llamo amigo del alma. Tan rápido acude a mi llamada, que deja en paños menores a cualquier otro ente dedicado a salvar cuerpos y almas. También estoy agradecido a una familia de caballas por preocuparse de mí… y regalando una manzana acaramelada a mi diablillo.

Todo queda en un susto sino, ¿cómo diablos quieren que escriba éste relato?
 

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