Tras cuarenta y tres años sin pisar el Real de la Feria en
Ceuta, pongo mis plantas en la explanada donde se alza,
majestuosa, la puerta de entrada principal Todavía no ha
sido inaugurada, la iluminación, por Vivas aunque quedan
pocos minutos para ello, cuando mi hijo pequeño empieza a
crearme problemas por su natural e infantil impaciencia por
subirse a los caballitos. De nada me sirven las
explicaciones, ni las de su mamá. Erre que erre se empeña en
salir corriendo hacia la zona de carruseles.
La narración del encendido de la iluminación, por parte de
las autoridades locales y las reinas, lo dejo para los
compañeros dedicados a estos menesteres específicos. Tienen
más experiencia que uno en la realización de los reportajes
de la sociedad ceutí. Cosa natural, no me dedico al
periodismo activo.
En la entrada del Real saludo a las autoridades, políticos y
muchos conocidos. Empieza a caerme bien otro pepero,
Francisco Sánchez París, aunque aún no me atrevo a llamarle
Paco… por algo será. Ya habrá tiempo de profundizar.
Como no puede ser de otra manera, mi hijo pequeño se empeña
en tirarme de la mano, del pantalón y de donde le tercie,
para arrastrarme hasta la zona de atracciones y, con
nocturnidad y alevosía, me vacía el bolsillo. Vaya si lo
vacía. Un atraco filial. Pero la impagable sonrisa, que
decora su carita, muestra la enorme felicidad e ilusión
infantil de correr unas aventuras delirantes, tan delirantes
que por poco acaba con mi salud por los suelos. Por los
suelos no, bajo el suelo.
Todo pasa por creerse uno que tiene la mitad de años que en
realidad le corresponde y como mi hijo se empeña en subirse
a una de esas montañas rusas, en mala hora, no tengo más
remedio que acompañarle porque así lo requieren las medidas
de seguridad… y aunque no hubieran medidas de seguridad no
lo iba a dejar subir solo. Su mamá ni siquiera se atreve a
subir el primer escalón de la escalera que llevaba a la
plataforma de acceso al infernal tren de la no menos
infernal montaña rusa. Escrito y hecho, todo pasa como un
torbellino de luces y sombras por la mente de éste
disparatado progenitor. ¿Quién diría que a mis sesenta años
me subiría en un carrusel de feria? Después de cuarenta y
tres años sin pisar uno, ya es toda una proeza que, por lo
menos, merecería la Medalla de la Ciudad al Valor no
Añadido.
Para empezar, la barra de seguridad del “vagón” no consigue
ajustarse, debido al volumen de mi cuerpo, y la presión que
ejerce el mozo, responsable de “amarrar” a los críos,
amenaza con doblarla o reventarme. Al final desiste de
ajustarla con el cerrojo y me pide que la mantenga bien
sujeta. Ni falta hace que me lo indique, no sólo mantengo
firmemente sujeta la mencionada barra sino que mantengo a mi
hijo bien “soldado” en el asiento.
Las cinco primeras vueltas me producen pequeñas molestias
pero, cosa inesperada, el responsable de la atracción decide
prolongar el suplicio, cual cruel inquisidor, y redobla las
vueltas infernales del tren, que lleva un nombrecito que se
las trae: “Dragoncito Elliot”, dando ocasión a que mi cuerpo
responda elevando la tensión hasta cotas inimaginables para
uno. Menos mal que se detiene por fin y no dudo en salir lo
más rápido que puede ser, entretanto mi hijo comenta las
vueltas y revueltas como si nada hubiera sentido.
Ya con las dos plantas de mis pies asentadas firmemente en
el duro y bienvenido pavimento, la cabeza empieza a darme
vueltas y más vueltas, como si siguiera subido aún en la
montañita esa de la madre que la parió, mientras un frío
sudor comienza a brotar primero por mi rostro para
extenderse por todo el cuerpo. Para no asustar a mí mujer,
aparento no estar nada afectado y decidimos regresar a casa,
más que nada por el sistemático vaciado de mi bolsillo. Pero
cuando llego a lo alto de la escalinata que me sube a la
Marina algo falla dentro de mí y… la verdad es que no lo
deseo para ninguno de Vds., queridos e hipotéticos lectores,
ni siquiera para mi mejor enemigo.
Gracias a la diligencia de una simpática y agradable policía
local, que quiere llamar a una ambulancia y a lo que me
niego, podemos llamar a quién más a mano tengo en esos
momentos: a mi amigo que ahora, desde este momento, pasa a
ser mi amigo del alma: Rafa Corral que acude tan rápido en
compañía de su bella esposa Beatriz. ¿He dicho alma?, es
cosa rara en mí, pero la verdad es que puedo ver como se
aleja de mi cuerpo y si retorna a su lugar, es al ver la
diligencia de mi amigo, por eso lo llamo amigo del alma. Tan
rápido acude a mi llamada, que deja en paños menores a
cualquier otro ente dedicado a salvar cuerpos y almas.
También estoy agradecido a una familia de caballas por
preocuparse de mí… y regalando una manzana acaramelada a mi
diablillo.
Todo queda en un susto sino, ¿cómo diablos quieren que
escriba éste relato?
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